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Todavía hoy hay quienes encuentran en el Halloween cierto dejo de paganismo. Cierto tufo a demonios. Cierto aroma de aquelarre.

Y, para ser sinceros, tales asociaciones no son del todo falaces. Heredero de una tradición celta, el más remoto origen de la festividad anual data de una antigua superstición que suponía la existencia de un día al año en que los demonios podían tomar posesión de los cuerpos.

Hace unos tres milenios los indoeuropeos suponían que enarbolar emblemas siniestros frente a sus hogares habría de espantar la presencia de los indeseables visitantes, a la vez que los disuadiría de ingresar a dominios reservados exclusivamente a los humanos.

De ahí vienen las calabazas, o mejor aún, aunque bastante menos sonoro, las criollísimas ahuyamas, por qué no decirlo, intentando simular el aspecto de siniestros cráneos.

No entraré en discusiones chovinistas acerca de qué tan celtas somos o no. Porque creo que pocas cosas hay más molestas e inoportunas que el nacionalismo irracional, y si hay algo que nos venga mal por estos días es la incursión en disquisiciones de corte mamertoide.

Por más intentos oficiales que hayan sido emprendidos con el fin de despojar al 31 de octubre de su connotación diabólica, al tratar por ejemplo de rebautizarlo como ‘el día de los niños’, el inevitable y brujeríl recuerdo permanece intacto, en malas películas de terror que se repiten cada noche y en baratos y luctuosos atavíos que simbolizan el tanatos, y que son lucidos con orgullo por empleados de bajo rango en guayigoles ceremoniales de fin de mes, quincena en mano.

Los Testigos de Jehová, algunos sectores evangélicos y ciertos altos jerarcas del clero católico se oponen a la festividad.

La noche de Halloween está enmarcada, de hecho, por síntomas de posesión diabólica. Tras la ingesta desmedida de golosinas por parte de los pequeñuelos vienen complicaciones gastrointestinales con compromisos pancreáticos, amebiasis y afecciones estomacales diarreicas de alto cuño, a su vez sucedidas por fulminantes episodios de vómitos verdosos y malolientes, y costosas visitas al pediatra.

En Unicentro hacen arder, en lo que parece un ritual de vudú, el cuerpo simulado de una bruja de trapo. Alguna vez, ya adolescente y viejo para tan cursis lides, vi a la desafinada aunque bella Xiomy cantar sus remedos chibchas de Xuxa mientras la muñeca hechicera era sometida al espectáculo incineratorio. ‘Péinate como quieras, para ser feliz…».

Los almacenes Only logran lo propio vendiendo en promoción -a precios muy generosos, eso sí- horrendos disfraces en burda imitación de Spiderman, Nemo, La Sirenita, los varoniles Teletubbies, Winnie the Pooh o Ratatoille.

Pero tampoco es el objetivo del presente texto el ahondar en torno a la historia (o las historias) detrás de esta costumbre, que como muchas nos llega en otro idioma. Y con ello me refiero a las vitrinas plagadas de atrópodos, telarañas, y avisos angloparlantes de ‘Happy Halloween’, en asquerosa anticipación a la Navinieve decembrina.

Mi reflexión es un tanto más básica y quizá suene a despropósito. Me referiré entonces a la procedencia y degeneración del ancestral mantra de «tricky, tricky, Halloween».

Al parecer éste nos viene de la muy antigua celebración del día de todas las almas en Irlanda. En esa fecha los menesterosos iban de casa en casa pidiendo algo de comer y acompasaban sus plegarias con el refranil:

«Trick or treat, smell my feet/ give me something good to eat».

El ‘trick or treat’, difícilmente traducible significaría algo así como ‘broma o regalo’ o, siendo aún más especulativos, sería una advertencia del tipo ‘te jugaré una mala pasada si no me das un regalo’. La frase completa en consecuencia equivaldría a un «Te jugaré una mala pasada si no me das un regalo / huele mis pies / dame algo bueno para comer».

El asunto fue cambiando según los caprichos lingüísticos locales hasta convertirse en el por muchos años utilizado «tricky tricky», que al parecer llegó a Colombia con posterioridad a los 50, dado que ayer oí al actual ministro del Interior, Carlos Holguín Sardi, nacido en 1940, afirmar que en sus tiempos no había día de brujas.

Los primeros recuerdos que me quedan del Halloween se remontan a 1980. En ese entonces el grito de batalla de los pequeñuelos sacarófagos era aquel tradicional de…

«Tricky, tricky halloween / quiero dulces para mí / si no hay dulces para mí / se le crece la nariz».

Se trataba de un simple heptasílabo que por desgracia terminó por degradarse cuando el tercer verso fue cambiado en la forma siguiente:

«Tricky, tricky, halloween / quiero dulces para mí / Y SI NO ME DAN / se le crece la nariz».

De allí también viene la popular parodia de «rompo el vidrio y salgo a mil», algo trillada, pese a que de manera inexplicable aún sigue arrancando risas a generaciones recientes y mal informadas.

Ahora bien, y ello me duele más, de un tiempo a estos días el «tricky tricky» ha venido siendo reemplazado por una consigna de corte pacifista y también mamertoide, un poco institucional, aunque bienintencionada, quizá producto del violento clima que rodea el mundo actual. Dice:

«Quiero paz, quiero amor, quiero dulces por favor».

Concluyo esta reflexión, de manera abrupta, convocando a la honorable comunidad de lectores de este modesto tablero a mencionar sus propias variables del canturreo de aquelarre. ¡Feliz posthalloween!

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