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Siempre me gustó viajar de noche. De adolescente me vi mil veces entre un auto que aceleraba por una ruta desconocida. Sus luces rompían la oscuridad, hacían visible la línea intermedia, ese panorama contiguo que la negrura se traga con boca de lobo. La imagen iba acompañada de un pálpito. Emoción a boca de estómago en cada metro, cada kilómetro que se recorre en una vía ajena. La aventura, esa vieja gitana, me invitaba a sentir el aire sobre la cara. Embriagado con libertad, imaginaba lugares del mundo en los que ocurrían novelas recónditas, se desarrollaban los misterios y habitaban los fantasmas de aquellos personajes que las propias obras volvían legendarios. Al crecer, le incorporé un fondo de música electrónica que acompañaba el recorrido, emoción palpitante en cada “beat”, hipnosis con la que puedo pasar horas al volante.

Mi realidad es esta: no soy un adolescente. Cecilia conduce su Citroën por una ruta montañosa en la que sé, hay un hermoso paraje que me estoy perdiendo. Beatriz, a mi lado, le abre una botella de agua a su hija Luciana. La pequeña bebe un sorbo. La penumbra aumenta la intensidad en su mirada. Susana, la mamá de Cecilia, una señora simpática con la voz ronca, habla de forma rápida.

Ushuaia se quedó atrás. El inicio del viaje, los poemas de Anahí, las charlas con Nicolás, lo vivido con Carla, mi vida en el Albergue del Mochilero, los propios recuerdos de ese viaje con papá y mamá en el que desembarcamos del crucero, se irán convirtiendo en compostaje.

Susana sigue hablando. Cecilia baja un cambio y remonta la pendiente. Sé que Río Grande es una ciudad petrolera en la que hay un par de fábricas, y en su mayoría, la población está constituida de operarios que ganan bien. Eso hace que sea una de las más caras de Argentina. Sé también, que es la ciudad de Manuel. Le insinuó a Javier que si llegaba a ir, podía hospedarlo en su casa. A mí no me dijo nada. Igual podría llamarlo, aunque el cuento del travesti me desanima.

Cecilia asciende una loma, descansa el cambio, se voltea y me da un vistazo:

—¿Tienes en donde quedarte? —Pregunta.

—Conozco a alguien, aunque no es que me esté esperando.

—¿Querés llamarlo?

—Me quedé sin minutos.

—Usá mi celular —me lo pasa desde adelante.

Marco el número de Manuel con cierto desgano. El teléfono timbra una vez. Una segunda vez. Contesta. La llamada se cae. Vuelvo a intentar de forma infructuosa. Le devuelvo el teléfono a Cecilia.

—En esta zona nunca hay señal —comenta.

La imagen del plato de espaguetis humeante sobre la mesa del Refugio del Mochilero ronda mi cabeza como un ave de acechanza. Mi cuerpo enrarecido empieza a notar los primeros síntomas de la hipoglicemia. Ese pequeño mareo, las leves ganas de vomitar que lo acompañan.

—¿De aquí a Río Grande paramos en algún lado?

—No. ¿Qué necesitás? —Pregunta Cecilia.

—Tendría que comer algo.

Les cuento que tengo el nivel de azúcar bajo. Beatriz saca un sándwich de miga y me lo pasa.

—Es tu día de suerte —comenta.

Luciana me mira una vez más con ojos que brillan en la penumbra. El sándwich me alivia. Cecilia comenta que duraron dos horas haciendo fila para ponerle combustible al tanque y se disculpa por haber llegado tarde.

—En un punto pensamos que te habías arrepentido de llevarme —confieso.

Beatriz sonríe aunque ninguna se atreve a conversar acerca del incidente de la noche anterior.

El auto recorre un kilómetro. Luego otro. Un kilómetro recorrido es un kilómetro menos. Por algo se empieza. La sensación me satisface. El equipo de sonido está apagado. Imagino la música electrónica con el “beat” fantástico en el que me pierdo durante algunos kilómetros de oscuridad. No es la primera vez que llego en la mitad de la noche a un sitio sin saber dónde quedarme. Ocurrió en Bulgaria. Año 2001. Tomé un tren desde Sofía a Varna, un balneario en el Mar Negro. Luego de viajar el día completo llegué a las once. Una pareja de búlgaros (las únicas personas que quedaron en el andén luego de que todas las demás salieran de la estación), me preguntaron si tenía alojamiento. Me ofrecieron posada en su casa. Nos embarcamos en un viejo auto de tecnología comunista que dejaba nubes de humo a su paso. Si bien parecían amigables, me vi abriendo la puerta en plena marcha y lanzándome a la calle. Por fortuna llegamos pronto a su edificio, uno de esos “panelaques” sin estética, propios del régimen. Subimos al apartamento estrecho y hasta me cocinaron unos salchichones… Aquí por lo menos se obvia la barrera de la lengua. Y voy acompañado de personas cálidas.

Lo hermoso de viajar así es que uno no sabe con quién se va a topar. Cualquier persona puede terminar siendo un compañero de viaje, un amigo. La vida, vivida con una mayor liviandad, genera sorpresas a cada paso. El aquí y él ahora es lo que importa. La capacidad de experimentarla a plenitud, sin estar atado a un trabajo o a una persona, permiten enfocarse en el presente, esa fascinación que genera lo desconocido.

Cecilia termina de coronar la montaña y bajamos por un despeñadero en el que se insinúa un precipicio. La negrura en su profundidad, rapta cualquier intento de paisaje.

—¿Este es el Paso Garibaldi?

—Sí. ¡Ay! Qué pena que no lo puedas ver. Es bellísimo —dice Susana.

—Abajo, entre las montañas, está el Lago escondido. Y más allá el Fagnano —añade Cecilia.

Terminamos el descenso y la carretera se nivela. Algunas luces, del otro lado del lago, hacen perceptible la masa de agua que separa una orilla de otra.

Cecilia acelera un poco más. Pasamos frente a la entrada de Tolhuin y vamos recorriendo la carretera deshabitada.

—Por aquí ya hay señal —comenta.

Mi reloj marca las doce y cuarto.

—Es tarde para llamar —replica Beatriz—. Si pudiera, te alojaría en mi casa.

—Te puedo ofrecer el sofá de abajo, por esta noche —dice Cecilia—. Ya mañana verás en dónde te quedás.

—Bueno, pues te agradezco mucho.

Hablamos de la situación política de América Latina por unos cuarenta y cinco minutos, hasta que las primeras luces delatan la entrada a Río Grande. Tomamos una avenida, transitamos un barrio con casas de latón y madera, dejamos a Beatriz y a Luciana, volvemos a la avenida, nos desviamos por detrás de la pista del aeropuerto y entramos a otro barrio con postes de luz tímida. Cecilia parquea frente a una casa de madera. Cargo la maleta sobre el piso de gravilla y entramos.

—Ahí es donde vas a dormir —señala un sofá de tres puestos que tiene mi medida.

—Está perfecto.

Susana se disculpa por estar muy cansada y sube al segundo piso.

—¿A qué poeta vienes a ver?

—A Julio “El Mochi” Leite. Tengo una comida en su casa el martes.

—Bueno, ya tendremos tiempo de hablar. Yo también estoy muerta. Me voy a dormir, che.

Cepillo mis dientes, apago la luz y me acomodo en el sofá. La superficie dura es perfecta para mi hernia. Escucho el suelo crujir hasta que Cecilia se acuesta y el sueño nos cae a todos.

Al día siguiente soy el primero en levantarme. Me baño y empiezo a trabajar en el cuaderno de viaje. Susana baja y me ofrece un café con tostadas. Habla acerca de su familia en Mendoza. Cecilia se alista para el trabajo, toma un mate y me pregunta si tengo libros publicados. Les muestro “La novia del torero” y “Poemas a una ciudad, un insecto y una mujer”.

—Este te lo voy a regalar a ti y este a ti.

Le firmo el de poemas a Susana. Estoy por firmarle la novela a Cecilia, pero me dice que lo deje para más tarde cuando lo pueda hacer con tranquilidad.

—Si querés te puedo llevar a la estación de servicio para que te conectés al Internet y podás trabajar con tranquilidad.

Guardo el computador, subo la mochila al hombro y salgo al frío.

—¿Es decir que ya no te volvemos a ver? —Pregunta Susana desde la puerta.

—Sí lo vas a volver a ver, mamá. No ves que tiene sus valijas aquí.

Cecilia rueda el auto por la gravilla, recorre unas calles y salimos atrás de la pista de aterrizaje, donde un viejo avión ha sido parqueado por fuera de un hangar. El cielo gris le da un ambiente lóbrego al panorama.

—Estoy acelerada porque mi mamá se vuelve el viernes. Su visita me ha sentado muy bien. Necesito aprovecharla estos últimos días. Por otro lado es desgastante porque me toca estar pendiente de ella.

—Claro, como nos pasa a todos los que vivimos por fuera y nos visitan nuestros padres.

—¿Ya pensaste dónde te vas a quedar?

—Tengo que llamar al “Mochi”. Me comentó en un correo que me podía conseguir alojamiento en el camping del municipio.

Le doy el número a Cecilia y lo llama. Habla con él y dispara desde la cartuchera. Cuelga y le pregunto:

—¿Qué dijo?

—Acaba de llegar de la Patagonia. Esta tarde lo averigua.

Rodea la glorieta en la que se cruzan un par de avenidas, conduce unas cuadras y parquea frente a la estación de servicio.

—Bueno, me llamás cualquier cosa.

—Dale, yo tengo que contactar a un poeta inédito con el que me reúno esta tarde.

Nos despedimos, entro al local, me pido un café y me conecto. Tengo un mensaje de Macky Corbalán. Me escribe desde Neuquén diciendo que no me pierda de conocer “a la enorme poeta” Niní Bernardello, ni al poeta más “loco-lindo” del sur, Julio “Mochi” Leite, ni “a la joven promesa de la poesía del fin del mundo”, Pri Vallone, al referirse a la punta del iceberg de poetas que habitan por aquí. Le escribo a Jorge Curinao y le digo que en los próximos días voy a estar llegando a Río Gallegos. Llamo a Alejandro Pinto. Me entra a correo de voz. Le marco a su casa. Nadie contesta. Le escribo un mensaje en el que le indico que ya llegué y estoy en la estación de servicio. Respondo y escribo correos hasta que me responde. Dice que en media hora llega. Aprovecho para abrir la “Antología de cuentos fueguinos” que me regaló Nicolás Romano. Pertenece al concurso literario Banco de la Tierra del Fuego 2011. Busco el cuento “Kreech Chinen” de Alejandro. Ganó el segundo lugar después de “El encuentro” del propio Nicolás.

“Habla dormida, me dice que no, que se podría despertar y todo volvería a la normalidad, a recuperar su peso, su hastío. Abandono la nuca sobre el colchón, cuelgo los ojos en el reloj de lenga parecido a una islita de fuego colgada en la pared, y empiezo a contar, uno a uno, los pequeños guanacos que saltan al vacío, desde la islita, hacia lo largo y ancho de la noche.

Uno de mis pies me toca y, como electrocutada, lo aleja de inmediato. Entonces cae el primer guanaquito. Creí que estaba despierta o soñando que caminaba sobre una nube de espinas. Ahora mi pie derecho se escapa por debajo del acolchado y queda en el aire moviendo un dedo, rasgando la pared. Otro guanaquito se asoma al precipicio del reloj a observar de qué se trata ese ruido.

Giro su cuerpo entero, está como enfrentándome, ojalá se despierte y salve aquel guanaquito que está por… cayó.

(…).

Tomo arco y flecha. Beso su hombro y salgo. El viento. El frío. Columnas anaranjadas de humo sobre la oscuridad del bosque. Balazos. Gritos. Un hombre, dos, corren hacia un hermano que escapa de ellos. No puedo. Tengo que defender la choza. Lo mataron, le están cortando una oreja. Me agacho tras una mata y veo que otro hombre se acerca por donde aparecieron estos asesinos, visten igual. Preparo el arco, me levanto, tenso el hilo con la flecha y siento, después del estruendo, un estacazo y un quemazón en la espalda. Caigo de rodillas, quema, duele, miro hacia la choza y la hembra de un guanaco, con una pierna herida, sale corriendo bosque adentro, iluminada por la luna. No es un sueño.”

Más allá de ser una historia que hace una paradoja de la destrucción que sufrieron los yámanas y los shelk´nam en Tierra del Fuego, el cuento me deja ver la calidad narrativa de Alejandro. En la bibliografía leo que nació en 1988, integra la agrupación de jóvenes Klóketen Tintea, publicó su libro “Loque vaque dando” en 2011 de forma independiente y “El patio de atrás”, Ediciones Nasaindy, ese mismo año en Mendoza.

Al poco tiempo entra un joven de cuerpo delgado. Viste jeans, una camiseta y una camisa abierta. Luce cola de caballo, bigote incipiente y una chivera que le da aspecto intelectual. Me divisa con sus ojos expresivos.

—¿Eduardo?

—Alejandro.

Se sienta y comenta lo interesante que se le hace el proyecto. Me mira con detenimiento y pregunta:

—¿Vos no sos el escritor colombiano que tiene a un escritor argentino como doble? Se llaman igual y son muy parecidos.

—Sí —admito.

—Te vi en televisión el año pasado.

—No le cuentes a nadie.

—¿Por qué?

—Estamos intentado alejarnos algunos pasos de la historia. Queremos ser reconocidos como escritores, no como los siameses que están unidos por el vientre.

Me cuenta acerca de Kloketen Tintea.

—Nos encargamos de ensamblar diferentes ramas artísticas en una misma escena. Hacemos una interpretación de poesía con sombras chinescas y baile o pintura al mismo tiempo. Entre más artes podamos meter mejor. Y si podemos tener imágenes aborígenes, bienvenidas sean. —Habla con tranquilidad, de forma pausada—. Los Kloketen eran los jóvenes aborígenes shelk´nam. Hay mucha poesía de los aborígenes. Nini Bernardello, el “Mochi” Leite y Anahí escriben de ellos. Los primeros cantos chamánicos son de Lola Kiepja. Ella fue la última mujer chaman shelk´nam.

Me muestra un libro con la tapa hecha de papel de colgadura. Lo abro y leo:

“Loque

Vaque

Dando”

Las páginas interiores están sucias. Tiene pisoteadas.

—No sé por dónde habrá pasado este libro. Es el último ejemplar que me queda. Primero hice una tirada de cincuenta para repartir entre conocidos y después hice treinta más para llevar a Mendoza. Allá lo presente en la carpa “autogestiva”. Hubo mucho intercambio. Fue gente de Chile y otros lados del país.

—¿Te puedo tomar una foto con las páginas sucias?

—Claro, es loque vaque dando del libro. —Se ríe.

—Y sí. Aparte es el último.

—Lo escribí porque necesitaba sacarme muchas influencias de encima. Influencias europeas de lo que fue la poesía maldita. Los jóvenes que le llegan a los jóvenes. Baudelaire, Rimbaud, Verlaine. También me tuve que sacar a los chilenos de encima. A de Rokha, a Huidobro. También al Conde de Lautréamont. Después de este libro me incliné a buscar un estilo, una voz, a hacer un trabajo más exhaustivo. Luego vino Kloketen Cartonera, que es el proyecto de la editorial.

—¿Quiénes son los miembros?

—Hay cuatro fijos. Aixa Sánchez, Ezequiel Navas, Carlos Gatica y yo. Después hay muchos más que van rotando. Hasta ahora tenemos siete títulos de poesía y uno de investigación sobre los shelk´nam.

—¿Se venden?

—Sí, los de poesía a diez pesos y el de investigación a quince. Lo primero que pensé fue en abrir un canal para traer a los poetas que conocí en Mendoza. Quise tener un libro al alcance de cualquier bolsillo. Por diez mangos cualquiera lo puede comprar.

—¿Se mueven las ventas?

—De a poquitos. La idea es que a partir de lo que se gana se reinvierta para futuras publicaciones de otros autores. De un tiraje de cincuenta se le dan diez al autor. Y si vemos que está flojo de billete le tiramos unos pesos.

—¿Y hasta dónde quieren llegar?

—Seguir en la esfera independiente y autogestiva. Ampliar el campo de difusión a Ushuaia y a Tolhuin. Hay un punto preocupante porque ya se ha acercado el municipio a darnos una mano. Ellos realizan ferias de productores independientes y artesanales, hasta ahí todo bien…

—…entonces…

—…el problema es que nos están ofreciendo un lugar, lo cual es bueno, pero van a querer plantar bandera y la editorial pasa a ser parte de un proyecto de la municipalidad.

—Pierden la libertad.

—Esto te lo digo desde mi sospecha. Aún me tengo que sentar a hablar con la persona que ofreció el lugar físico. Igual nos ha ido bastante bien. No nos tiemblan las piernas para presentarnos en las ferias de libros.

—¿Qué poetas me puedes presentar?

—A Daniel Layseca, aunque él ya publicó en la editorial cultural de Tierra del Fuego.

—No podría entrar.

—Luego están los chicos de Kloketen, todos inéditos. Adrián Sánchez Negrette, Lucas Tolaba y Pedro Lencina. A mi viejo, porque lo que publicó es viejo y fue hace mucho, con una editorial que se dedica a la folletería. Es una papelera, una imprenta.

—Hizo una publicación a pulmón. ¿Y a Priscila?

—A Pri también. Es una dulzura esa diva. Y a José Arce, un sonetista muy bueno. Su pseudónimo es Orfeo.

—¿A Fredy Gallardo? Nicolás Romano me lo recomendó.

—Claro, a él también.

Me pasa unos libros de la cartonera. “Trip”, cuya portada está pintada a mano, tiene los poemas de Fernando Acosta. Lo abro y leo:

“ni siquiera eso: ni siquiera viento, ni siquiera voz, ni siquiera…

miro la calle como una infinita madrugada”

Paso la página:

“solo dos líneas: el frío es blanco como los ojos de mi padre que vienen a visitarme de vez en cuando en un sueño”

“nos soñé desnudos casi comiéndonos en una habitación

de una casa de mi infancia

todo era distinto menos vos y yo

y fue como una larga y placentera pesadilla

compartida”

Mis pequeños poemas desilusionista también tienen un cierto parecido a “mi karma es la lluvia”:

“tus pezones todavía se encienden de rojo

en la oscuridad del sueño.

hay imágenes que no cesan”

“censura de pájaros negros”

“las mañanas siguientes quedaron sin fundamento

mirando las gotas de rocío en el frío de la ventana

aprendimos a llorar de formas cada vez más impredecibles”

“Aspen” tiene pintada la cara de un guanaco en su portada. Lo abro y leo el subtítulo: “Antología de fuego”.

—Todos los poetas que incluimos son de la cartonera —aclara Alejandro.

Leo “Limbo” de Lucas Tolaba, nacido en Río Grande en 1991.

“A las montañas se las tragó

no dejó parada ni la sombra de un árbol

como granos y leche engulló toda estrella

se las comió

Hay un bebé gordo

acostado sobre manzanas

del tamaño de cabezas

Eructa pájaros y caballos.

Y en su boca, nosotros

flotando en un mar de baba

aguardando en un purgatorio de turba y huesos

aguardando a ser eso

quehacealmundogirar.”

La bibliografía indica que reside en Buenos Aires, donde estudia traductorado de inglés. Unas hojas después me encuentro con poemas de Priscila Vallone. Según la bibliografía nació en 1993. Por mucho tiene veinte años. Todos sus poemas tienen título menos este:

“Cómo te escalo las venas hasta el cerebro y desmenuzo tus ojos adormezco tus manos, genero tu vértigo al adentrarte híbrido de un vaivén de galaxias y una calidez desenvuelta del otro lado de tu piel que se deshace en llamas blanda, transparente en cada núcleo, adormeciéndote las manos, desde la punta de los dedos hasta llegar al centro de tu cuerpo entumecido, y el resto del ensueño de tus voces anestesia el espacio, el aire, el agua; La palabra es mañana, flotan las muecas y sombras solares sobre el invierno en los párpados, el canto anhela tierra tierra tierra, y por siempre tu piel deshecha para no ser, sino componer. Atándote a la boca de ratas, carcomiéndote la frente, finalmente;

n a c e r abrir las pupilas

en tu cuello

en tu sangre

y ser blanca

acá

Acá

en vos)”

Franco D´ Addario también nació en 1993 y tiene una poesía adolescente, propia de los fantasmas que rondan los pensamientos que se arremolinan en esos primeros años:

“Dans le nuit pienso más en vos”

“Prende un cigarro más

baise moi

agarrate fuerte, vamos a despertar

dans le nuit pienso más en vos

vole-moi les sommeils

protege moi de los sacudones

escurre mi âme

dame tu abrazo de bonnes nuits

y hagamos el amor innocemment

en este viaje je veux mourir

encarnado a ta peau

aferrado a tus des lévres carnosos

baise moi una vez más

abrázame de vuelta

y durmamos juntos hasta el aube”

“Alcanzando el estado Alfa:”

“Y comienzo a crear

Bajo los párpados

Y destripo

Mi cuerpo

Arranco emociones

Fecundo sensaciones

A través de mis deseos

Disuelvo tu cuerpo

Entre estos dedos

Y desmenuzo de a poco tu boca

Ahora todo lo que te conforma

Comienza a ser parte de mi Viaje”

Daniel Layseca es un poco mayor. Nació en 1985. La bibliografía dice que al momento de publicación estaba por salir su primer libro en la Editora Cultural Tierra del Fuego. “Alumbrar” es bastante sonoro:

“Hilando letras o dibujando jadeos laberintos mis gemidoenlatidos rayan por el tallo la hoja, en-siendo el mero reflejo de ese bando del ser. Y contemplando una hoja en blanco los ojos como tal reflejo hacen coser un pensamiento y el rulero sin sonido acata las órdenes de la esperanza combativa del hielo. Presos de la fragilidad imperceptible. Acude así un extraño silencio mordaz y la punta traza involuntariamente, diríase mera inercia… un pensamiento.

La birome espejaba…”

“Sopor de Sopa” también posee juegos de palabras y sonidos:

“El ojos del caldo sobre una fuente de girasol

corrientea venas que rasgan de hambre

la viscosidad de un candor derramado en la sopa

sucumbe la mortaja de arrastrar la vista

hacia un reflejo aguachento frío y el ojo aquel

hace calendarios con los huesos de mi amada

sangrando el aroma a desierto en cuanto la cuchara

sucumbe su pulso hacia el primer sorbo

(los húmedos huesos del hambre

bailan ausentes en la humedad)

más pronto soplarás un suspiro y verás

¡Que ese espejo es para recordarte!

mientras todo en la sopa se enfría

pierdo el apetito y se me cae una lágrima”.

Los poemas de Camila Fabi, 1994, también están cargados con la frescura de la adolescencia:

“El plexo solar hundido sobre sí mismo,

esto quiere decir

que uno se halla encorvado,

intentando encontrarse

en la tercera silla de un noveno piso.”

“Percibo la geografía de un cuerpo desconocido / entonces mis componentes se alteran hasta el punto de elevarme internamente al centro de la existencia / donde una luz se proyecta a modo periférico llegando a mis rincones / así es que me expando infinita y retorno hecha éxtasis.”

“Se hará Big Bang Construirán el orden a partir del caos Siendo el tacto en búsqueda la complejidad a simplificar La satisfacción concluyendo al deseo Nossa noitte contemplaría la respiración conjunta Amanecerá enero Mientras dos miradas lograron equilibrio Lo ajeno permanece cercano y propio Uno tengo amor”

Melisa Costa, 1991 me llama la atención por sus imágenes claras:

“Cansado

el mar

deshoja las mañanas

de sol de ventana,

de café

y sábanas,

enterrando

algunos miedos,

robando

algunos cielos

que vuelven

a enmarcar

este campo de rosas

ahora sin espinas.”

“Esbozo de noche

sin estrellas

en una mano

en la otra

un desierto”.

“El brillo

de la ciudad

dormida

en su pupila.

Los colores

de las calles

de la gente

que atraviesa

este jardín ausente

tumbado

sellado

como dos bocas.

El parabrisas

empapado,

el hambre

en la puerta

de un supermercado.”

También está antologado Ian Rogi y por último el propio Alejandro:

“El primero en atrapar

una sombra se queda

con el cuco.”

—¿Alejandro, qué quiere decir “cuco” en este poema?

—El cuco proviene, hasta donde sé, de una leyenda popular. Vendría a ser el primer fantasma que conocemos en la infancia, ese que se mete bajo la cama, en los armarios, en las sombras de los árboles. En mi caso lo utilizo irónicamente, casi, si se quiere, con humor.

—En Colombia se le dice “cuco” de forma popular al calzón, bombacha en Argentina, la prenda íntima femenina…

“I”

“Zumba un cometa sobre la fuente

Vuela un centavo sobre el río

¡abajo

todo abajo de la mesa!”

“II”

“Espejo invertido

imán de hielo

cara oeste del cuchillo”

“Entonces, es una cebra, o mejor

una cebra es dios para dios

y le pica el lomo

y levanta el polvo, se refriega

contra el mundo arrancándose

los parásitos y con sus pezuñas

patea la tarde, bufa y se echa

a descansar.”

Le doy un vistazo a “Coreografía de una vigilia” de Natalia Rojas Cortés.

“Se oye una orgía que asiste a la debilidad de lo solo, mezcla la respiración que dejó de lado lo muerto con el eco del mendigo que transita en estas paredes. Se oye como si no estuviera aquí. El silencio florece hacia adentro, refugiándose, allí donde no llega interrogación.”

“Hay una boca cantando en mi sombra. Hay una palabra callando conmigo. En el encierro somos libres de asistir a las imágenes, de coger la proa y lanzarse, en el encierro está lo profundo, está latiendo el órgano que hace de lo devorado, el alimento. La boca dice extinguiendo.”

La mayoría son introspectivos, se leen de adentro hacia afuera, como un fluido de consciencia:

“En la orquesta del vacío sólo una nota se toca. Con respeto y sin fin se ahuyentan las riberas de lo oscuro apenas quedando el gesto del recuerdo -un poema fue el autor que puso a andar los ríos.- Que nadie se burle de esta madera callada: espejo del viento que no tiene viento solo la traducción del oxígeno cansado ya de imitar la tormenta cuando lo expiro -afuera, hermosamente, alguien quiere entrar.-”

“Y no obstante, acá hay una coherencia: una sílaba oscura y otra clara, un tejido que no deja caer ni la mirada sobre la leña, no deja entrar ni la mácula que arrastra el tiempo -papeles ubérrimos que se desmontan de una mano para entrar violentos al mundo de los silencios- dicen que debería trenzar los himnos del sigilo, dejarlos escapar con la luz.”

“Estoy en una de esas noches en que el silencio hace de cada cosa su propio enemigo. La bóveda se enfurece. Mi manta tiembla. Yo ya no estoy escribiendo. Dentro de esta noche se está cazando al gorrión de piedra, único que inquieta el ritmo de lo invisible. Entre lanzas crece el dominio de quien se presenta primero ante el sonido. Al pájaro se le soltó una pluma y no era de piedra, era de levedad, vuelo y dejo. Hoy es una de esas noches en donde el anonimato de las cosas se devela cantando.”

“Ya logrando ver el retorno de cada cosa a su lugar me marcho por esa misma quietud melódicamente. No van mostrándose cuando se marchan, mas dejan lo que creen llevarse. La noche es de día mientras afuera se convencen los párpados que duermen. En esta noche la palabra fugaz mostraría el rostro de lo perdido. Existe una violencia que se seca intacta, es una nueva forma de zarpar de los objetos.”

Estoy por ojear “Yo Cebo” del propio Alejandro y siento al celular vibrar en mi bolsillo.

—¿Qué hacés? —Pregunta Cecilia.

—Aquí reunido con Alejandro, el poeta que te dije.

—En mi casa hay una comida. ¿Vos qué vas a hacer?

—No sé bien.

—En quince minutos voy hasta la estación de servicio para que hablemos.

Cuelgo y vuelvo al libro de Alejandro.

“En tu barba quedó al pasar

el otoño, enredado

mi viejo bosque de ñire.

los volados

pájaros de dios

te entretejieron sus nidos

y se fueron

por las ramas

el sol se alzó

a exhalar tu amarillento

susurro ralo y ebrio, erguido

como una plegaria de madera

desenredando con sus raíces

del pozo ciego, la tierra.

mi viejo bosque de ñire

y el atardecer

te nació”

“1◦ Plano

Con sus púas

la medusa

raspa el fondo del océano.

2◦ Plano

En la superficie brilla

tendida la piel de los relámpagos.

1◦ Final

Una burbuja

asciende desde las entrañas de la tierra

y uno apresurado a respirar

a cierta altura ya

lo que venga, no llega.

2◦ Escapatoria

Sentir lo que muerde

la blanca púa el agua cerrada

corrompiendo a superficie

y asustando al gusano

que escarba más profundo.

Lo inevitable

Apedrear el mar”.

Me mira con atención. Bebo un sorbo de café y sigo con:

“En el sol

sobre un muelle de madera

contemplo las nubes de fuego

aguardando que zarpes

sin derramar y arrastres con todo.”

“El río contra la pared

desviste y rasga

el espejo.

Alguien ahí bebe

arena fresca

ante la suerte de un sol escondido”

“Se escuchó hablar de poetas que saltaron el puente y no volvieron,

que siguen acá desde que se inventó la rueda.”

Al igual que en los anteriores, el siguiente genera una atmósfera apocalíptica. Un cierto dejo de lo que queda el día después.

“En la luna es de día.

Nieva sobre su rostro

cicatrizado.

Lejana modorra

sola y dolida. Mirá

y todavía te recuerda”

Dentro de su prosa poética encuentro ejemplos como este:

“Flota un corazón de carne en el mar, bajo la noche, resplandece con la temperatura de un diamante escarlata. Y concéntricos, aros esparcen a su alrededor coronas de luz de luna que allí pareciera querer anidar y se hunden. El mar, el resto del mar, no lo resiste y se embriaga.”

En la última sección hay estos ejemplos:

“Te versearon

y le agarraste el ritmo

en ningún momento te dijeron

que se trataba de un poema

no pierdas más el tiempo

que oscurece. Anoche

llovió y ni te diste cuenta. Entiendo

que estés solo

pero cortala.”

Estos también aluden a lo fatal, lo ineludible. El libro acaba con:

“nada muere bello, avestruz

había una vez…”

Cecilia estaciona su auto afuera, se baja con cierto afán, sonríe, entra al local y llega a nuestra mesa con su ímpetu característico. Empieza a disparar razones. Termina diciendo:

—Te invitaría si me fuera posible.

—Tranquila. Yo miró a ver qué hago. ¿Qué vas a hacer tú? —Le pregunto a Alejandro.

—Podemos llamar a un pintor amigo e ir a tomar unos vinos a su casa.

—¿Qué pasó con el otro poeta, el que te va a conseguir lugar en el camping?

—Le escribí. No me ha respondido.

Cecilia me dice que la llame a cualquier hora, se despide, vuelve al auto y se va de forma acelerada. Alejandro envía algunos mensajes de texto, responde otros y dice que en una hora pasa Daniel Layseca por nosotros.

—Muéstrame tus poemas inéditos, los que vas a entregar para la antología.

Saca unas hojas y me las pasa. Los leo una y otra vez. Sus textos son enrevesados. Tienen imágenes que se fugan. En algunas partes se contradicen. Son demasiado etéreos.

—Alejandro, ¿te podría hacer algunas sugerencias?

—Claro, che.

Hacemos un poco de taller y le ayudo a ir extractando los lugares en los que está el poema. Todo lo que no funciona lo desbasto como un jardinero que corta la maleza con su tijera gigante. Leemos lo que era el poema y lo contrastamos con el poema limpio.

—¿Ves que se lee mucho mejor? Va al punto. La imagen queda limpia.

—Sí —asiente—. Aunque esto me parece que lo he oído antes. No es mío.

—Es hermoso. —Vuelvo a leer un verso particular en el que quedó condensado uno de los poemas—. Claro que es tuyo y es realmente hermoso.

Hace cara de no estar seguro.

Los analizamos un poco más hasta que me pasa ““Loque Vaque Dando”.

—Te podés quedar con él.

—¿Tienes una copia en tu computador?

—No.

—Entonces no lo quiero. Es tu única copia.

—Tenelo mientras estás aquí.

Lo guardo en la mochila y aprovechamos para contactar a algunos de los poetas de Kloketen. Lucas Tolaba y Pri responden los mensajes. Hacemos una cita para las tres de la tarde de mañana en este mismo sitio. Luego de una hora y media Alejandro llama a Daniel y le recuerda que lo estamos esperando. Cuelga y dice:

—Si no lo presionamos nos puede dejar esperando aquí toda la noche… El pintor al que vamos a ir a ver quiere emular a Dalí. Tiene los bigotes en punta. Solía escribir poesía, pero lo dejó.

Se ha ido haciendo tarde. La oscuridad termina de caer sobre los autos que hacen fila para poner combustible. Mi reloj marca las nueve y media. Daniel llega en un Gol rojo de pintura reluciente. Salimos y nos embarcamos en el Volkswagen. Su interior aún conserva ese aroma particular de los autos nuevos. Alejandro nos presenta bajo el resonar de una música tecno que revienta los parlantes. El amigo de Daniel acelera por la avenida como si estuviera corriendo algún tipo de rally, toma la rotonda chirriando las llantas, mete segunda, tercera y frena con caja en el semáforo. Luz verde. Acelera como un endemoniado. Quiere mostrar la perfecta carburación de la máquina, la forma en que la fuerza de los pistones impulsan y frenan la carrocería con solvencia. El ritmo de la música golpea el ambiente con ferocidad. Las luces rojizas del tablero terminan de darle un ambiente discotequero a un auto que bien pudiera transformarse en una tumba…

Nos deja frente a un conjunto de casas cubiertas con chapa de latón. Daniel, Alejandro y yo damos la vuelta y entramos por la puerta de atrás, a una casa llena de cuadros. Un hombre de unos cincuenta años, con la cara enrojecida y el borde de los bigotes en punta, nos aproxima.

—Eduardo Bechara, Hugo Lisboa.

Nos saludamos con un apretón de manos.

—Abran esa botella de vino. Capaz que haya que ir por otra. Ahora después preparamos unos fideos.

Nos sentamos alrededor de una mesa de vidrio. Alejandro toma el descorchador, abre la botella de uno punto cinco litros y sirve las copas. Daniel le cuenta que acaba de comprar un terreno en Córdoba donde piensa hacer una chacra que va a alquilar.

—Pienso vivir del arriendo.

Es insistente sobre el tema. Da vueltas e imagina los distintos escenarios.

—Che, acompañame a la tienda y compramos la otra botella antes de que cierren —indica Alejandro.

Salimos al frío de la noche. La temperatura ha bajado aún más y pequeñas gotas de lluvia empiezan a caer sobre nuestras cabezas.

—Daniel está emocionadísimo con su compra. Ha trabajado duro en la fábrica. Es operario. Aquí todos hemos trabajamos duro en la fábrica. Se gana muy bien. Fijate que con el trabajo de un año se pudo comprar un terreno.

—¿De qué es la fábrica?

—De aires acondicionados. Dejé de trabajar ahí porque después de tres años descubrí que lo mío era lo menos mecánico posible, todo lo contrario a trabajar como máquina. Además no quedaba muy bien ponerme a escribir algunos versos en la línea de montaje y retrasar la producción. Después de la cuarta o quinta vez que me llamaron la atención por escribir poesía me irrité bastante.

Recorremos algunas cuadras con casas recubiertas de latón y escapamos de la lluvia. Compramos otra botella de uno y medio litros de vino tinto, un par de sobres de espaguetis, puré de tomate, caminamos bajo las gotas heladas, entramos y volvemos a un lado y otro de la mesa.

—¿Qué es lo que venís a hacer a la Argentina? —pregunta Hugo.

Les cuento.

—¿Es decir que no puedo participar en el concurso por los mil dólares? —Pregunta Daniel con cierta decepción.

—No, pero puedes participar en la antología de poetas publicados.

—Hugo escribía poesía —dice Alejandro.

—Hace mucho tiempo. Igual no me veo como poeta. Era pintor. Ya ni siquiera me veo como pintor. Más aún, ni siquiera me interesa la pintura.

Va a uno de los cuartos y vuelve con un libro descuadernado. Algunas de sus hojas impresas en papel periódico están sueltas. Me lo pasa y le doy una ojeada. “Direccional poético – Amor”, Ediciones Ronda Literaria. Publicado en 1993, Buenos Aires.

—Hay un poema mío dentro de esa antología. Te puedes quedar con el libro.

—¿Tienes otra copia?

—No, pero llévatelo. Ni siquiera lo quiero tener acá. Ya no me interesa nada —insiste y enrolla una punta de su bigote.

Daniel toma el libro en sus manos y lee un poema de Matilde I. Méndez:

“Cayó una sombra

en el silencio perturbado

de la infancia,

no pregunté por qué.

Quizás no supe

que ya entonces

me abismaban los espectros.

Cuando me sé

pasajera del desierto

y no me alumbra el ansia

de distinguir las sombras,

desde nocturnos relámpagos

recurro al signo

enciendo el deseo

y le pongo sonido”.

Alejandro toma una de las páginas que están sueltas.

—Este es el de Hugo —contenta y lee “Azul”.

“Vi tu mano

vestida

(de azul)

en la playa

que llora

(el mar).

Vi tus ojos

parecidos

(a olas)

jugando

(con algas)

mojados

(de luna).

Sentí

(tus pasos)

rondando

(mi cama)

bañé tu boca

(en mi boca)

toda de azul,

azul,

azul,

delirio,

azul”.

—¡Demasiado rosa, che! —Dice Hugo—. No me gusta.

Tomo el libro en mis manos y veo que publicó en 1976 “Soledario”, en 1978 “Polen” en 1987 y 88 las cartillas literarias “El libertario”. Por esa misma época: “El gnomo y el mágico sombrero”, “La hoja en An Arca” y “El viento y el fuego”. Abro sus primeras páginas y leo en silencio “Amor ausente” de Irma Galletti Mastrangelo.

“Girando en un cono,

de la luz y sombra

se clava en los sentimientos

este amor nuestro.

Es lejano, cercano en la pasión,

reservado, intocable.

Pétalos desbordantes de primaveras

perfumadas de minutos felices,

muchos espacios en la nada.

Callado, sereno imposible.

Demasiado grande en su realización.

Es amor, sin final”

La compilación es demasiado romanticona. A los poemas les faltan vísceras, por más de que sean de amor. Cierro el libro. Tomo un poco de vino. Mi atención se centra en los dos cuadros que cuelgan frente a la mesa. En uno hay un pimentón de color piel con pechos, cintura, cadera y las piernas desnudas de una mujer sentada de espaldas sobre un cajón que a su vez podría ser un aparato con piñones y dientes del que sobresale un brazo mecánico que sostiene un pimentón rojo frente al cual hay un gorrión gigante pintado con varios colores. Un par de libélulas que a su vez podrían ser flores vuelan a un lado del desnudo. En el fondo hay una volqueta que acaba de descargar una torre de ajedrez justo antes del corte de la línea del horizonte. El segundo muestra a un joven con zapatos negros, calcetines verdes, una pantaloneta de color caqui y una camiseta gris con las piernas recogidas, los codos sobre las rodillas y las manos cubriendo sus orejas. Su rostro, tapado por los antebrazos y por unas gafas de aviador, luce un casco en el que hay un par de rostros, uno de los cuales mira al observador con recelo. Una pequeña hélice sobresale en su parte superior. El humano monta un sillín empotrado sobre un caracol con antenas y cuerpo de visos rojizos. El timón del vehículo es una rana verde de ojos rojos. De un auto, en el fondo, crece un árbol sin hojas. La figura me recuerda al personaje que volaba un helicóptero casero en la película “Mad Max”.

—Tienen mucho de Dali —comento—. Los seres me recuerdan la sección de “El infierno” en “El jardín de las delicias” del Bosco.

—Hay varias influencias ahí metidas —responde Hugo—. Igual el pibe se fue a la mierda.

Comentamos los cuadros un poco más hasta que me dice que lo siga a un cuarto en el que hay un anaquel lleno de libros, saca un álbum de fotos y me muestra otros cuadros del mismo autor, junto a varios murales y telones que hicieron juntos.

—El Pibe podía haber llegado a ser un genio. ¿Sabés cuántas horas le dediqué? ¿No te imaginás lo qué anda haciendo? Es peluquero.

—¿Ya no pinta?

—Se dedicó a la joda. Quiere ser popular.

—¿Qué edad tiene?

—Veintiuno. ¡Qué sé yo! Una pérdida de tiempo, che.

—Qué triste. En realidad es muy talentoso. Tal vez más adelante vuelva a pintar, cuando salga de todas esas cosas que necesita vivir.

Hugo me mira con incredulidad. Volvemos al comedor, llenamos nuestras copas de vino, las bebemos, abrimos la otra botella y lo acompañamos a la cocina mientras pone el agua a hervir y calienta la salsa. Es Daniel, quien al final se termina apropiando de hacer la comida. La sirve en cuatro platos y pasamos a la mesa. Comemos con cierta voracidad y me apresuro a lavar los platos.

—En Colombia hay un dicho. “El que cocina no lava”.

Vuelvo a la mesa y seguimos bebiendo. Daniel propone leer un poco de poesía. Busca una copia de su libro “Canto Coral” entre los anaqueles de Hugo y lee “Antes”.

“Quisiera contar que mi soledad

Tan felina a pedazos

Sostiene tirones de mis ideas

Que chocan entre sí y hablan solas…

Usan mi cuerpo como detonante

Pero no me pertenecen luego.

Una gran bandeja de mis tantos yo

Sucumbe para no dejarse ir

Me atrapa por la cordura del orbe

Y despide a las demás cargándole el hombro

Sacudiendo el pañuelo blanco

(de telarañas)”

—Aquí va otro, “Contiene me peces…”

“Contiene Me peces aéreos con tus manos

Marca suave el ocaso la cosa la caricia acaso

Has que no sepa que son tus dedos la suavidad

Que el mundo se empecina en tenerme de huesos

Fluye por la piel como el silencio en la almohada

Detén el reloj y su pulso exacto a la orilla del sueño

Deja desfallecer llorando yo-viendo esfumar

El endiablado ritmo del día como cascada a tus manos.

Entonces ahora es cuando iluminas esta selva de peces

Y tu roce acuático nombra las cosas por vez primera

Una polilla de arena hace tronar una lámpara de mil

campanas

En el momento en que tus dedos transpiran caricias

escalofriantes

Son tus manos las que vinieron a inventar esta noche

Llenando de cera la llama del desierto

Son tus manos

La envidia de todos los Santos

De Lucifer

Del mundo

De la madre

Del hijo

De las otras manos

Tan desiguales

Y torpes

Que nos hacen creer

En la injusticia

En la inequidad

De un dios egoísta y unísono

Que solo pensó con mocos en la nariz”

Dejando el paraíso pleno

Sobre el plexo inconfundible

De la fuente de tus dedos”

Lo lee con cierta mística y una vos tranquila que lo carga de melancolía.

—Leé algo tuyo, che —propone.

Saco el computador y abro “Días de agonía”

—Es de lo más reciente —explico—. Los escribí en el hospital, en esos últimos días de mi papá. Este se llama “Montaña rusa”.

Te he llevado al hospital

varias veces,

y varias veces

has vuelto a casa.

Siempre siento la presión en el abdomen,

como si cayera en picada…

sin alas.

Cuando vuelves

el mundo regresa a su eje,

las azaleas florecen

y los pájaros cantan

al otro lado de la ventana…

—Es demasiado farmacológico —dice Daniel—. Muy farmacológico. Sí demasiado farmacológico. Leé otro.

Busco el siguiente: “Otra vez”.

El ulular de la sirena

rompe el silencio de la noche,

choca en los muros

de ladrillo

y vuelve a mis oídos…

Otra vez aquí,

tú y yo,

papá.

El enfermero regula el

oxígeno,

una pantalla muestra

tu pulso acelerado.

Vamos por las calles

rompiendo el viento,

diciéndole a todos

que nosotros venimos,

que la vida

es una exhalación.

—Otro demasiado farmacológico. Sí, muy farmacológico…

—…no te das cuenta que se los escribió al papá, ¡boludo! —le dice Alejandro.

—Le falta esa calidad de ser universal con la que cualquier persona podría sentirse identificada —comenta Hugo.

Los tragos van generando un delirio general en el que unos hablan por encima de la voz del otro.

—¿Por qué no lees algunos de tus poemas inéditos? —Propongo.

Alejandro saca las hojas arrugadas y lee “Solo”.

“como una brújula

que tiembla al descubrir

que escribo

sobre el rompecabezas

de mi rostro.”

Selecciona otra hoja y lee la versión antigua de uno de sus poemas sin editar.

Hugo hace caras de no entender nada.

—Léete el que quedó reducido a un verso.

Alejandro lo hace.

—Este sí me gusta —comenta Hugo—, veo la imagen perfecta.

—Ves lo que digo. Es minimalista, va directo al grano, está lleno de sentido.

—Esto me suena conocido, che. No es mío. Sí, esto no es mío —Alejandro vuelve a mirarlo en el papel y niega.

Saco la cámara y nos tomamos una foto contra un mural que Hugo pintó con su aprendiz. La imagen muestra a un ser de ojos verdes y corona dorada. Su cabeza está separada de su cuerpo plateado. Ciertas partes doradas, como los hombros, o los brazos de cristal, le dan apariencia de humanoide en un mundo fantástico.

Volvemos a la mesa y llenamos las copas una vez más.

—En este punto necesito chupar un coño —dice Hugo—. O una pija, lo que sea.

Su rostro está más rojo que antes. Enrolla la punta de su bigote.

Daniel le pregunta algo relativo a un prostíbulo al que frecuentan y hablan de lo caras que se han vuelto las prostitutas.

—Triplicaron su precio —se lamenta Hugo—. Necesito chupar un coño o una pija.

Lo repite una y otra vez como disco rayado. Le escribo un mensaje de texto a Cecilia para ver si sigue despierta. Responde al minuto. Dice que pasa por mí. Le envío la dirección y llega a los quince minutos. Nos despedimos de Hugo y embarcamos el Citroën. Alejandro y Daniel le piden que los deje en el centro. Daniel cuenta que tiene una novia a la que quiere traer a vivir con él a Río Grande, y Cecilia le dice que se ande con cuidado. Que no se puede jugar con los sentimientos de las personas sobre todo en algo tan sensible como sacarla de su ciudad.

—Vos tenés que ser muy serio con eso, no es un juego.

Daniel la escucha y responde que está enamorado.

Cecilia frena en una esquina, le recuerdo a Alejandro nuestra cita con Lucas y Pri al día siguiente. Nos despedimos y se bajan.

—¿Estás borracho?

—Un poco.

Pasamos una vez más por la glorieta y conducimos detrás de la pista de aterrizaje. Cecilia me cuenta que se vino detrás de un tipo y el hombre resultó tener novia.

—Resolví quedarme aquí. Demostrarme a mí misma que podía ganarle a la situación.

—Me alegro mucho por eso.

Estaciona frente a su casa, entramos sin hacer ruido, me cepillo los dientes y me acuesto a dormir. El sofá me calza perfecto. La borrachera genera en mí ese canto a la felicidad del momento. Mañana será el día en que conozco al “Mochi”, si todo va bien.

 

 

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Agradecemos a Pavimentos Colombia S.A.S., patrocinador del proyecto.

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