¡Buenas las tengan! A medida que crecemos y tomamos paulatina conciencia, por el fugaz paso por este mundo, nos percatamos de ciertos hechos que antes pasábamos inadvertidos (¡bendita ignorancia!). Nos damos cuenta, como ejemplo claro y concreto, que en esta vida, y sin exagerar, todo es plata. Nuestra existencia se reduce a un mero asunto crematístico. Me decía un amigo, no hace mucho tiempo, que el hermano del muerto es el pobre. Y probablemente tenga razón. Si no, vaya usted y mire qué relación sentimental, qué postura política o qué religión (cristiana o no) perdura sin un flujo de dinero o cashflow (término familiar para todos los que nos tocó leer en el colegio o la universidad padre rico, padre pobre).
Para nadie es un secreto que el dinero mueve a este perverso orbe. Todos nos levantamos todos los (santos) días para poder pagar un arriendo, para pagar el préstamo de la casa, para pagar el mercado (en el caso personal, yo hago mercado semanal), para pagar la cuota del carro, para pagar los servicios, para pagar el jardín o el colegio de los niños, para pagar el nuevo celular (porque sale a la venta uno nuevo cada mes), para pagar zapatos y ajuares que nunca usamos. Pagar, endeudarnos y consumir. Vivimos en un continuo y perpetuo estado que es, entre otras cosas, la base de nuestra existencia.
No es una casualidad que los padres les mientan a sus hijos sobre personajes ficticios como papá Noel, el niño dios, el ratón Pérez… De cierta manera, intentan evitar que sus retoños se unten de ese lodazal nauseabundo que puede ser la realidad en las frías mañanas.
No puedo dejar de pensar, cuando camino por las calles, que en esta sociedad de consumismo voraz, los vagabundos que se ven deambulando, de alguna forma, son unos verdaderos rebeldes sin causa. Aquellos que se rebelan contra el sistema. No les importa tener el último celular, el último videojuego, comprar apartamento en una zona de un alto nivel socioeconómico, no aspiran a comprar un carro deportivo o comprar ropa de lujo (las mismas compañías que tercerizan la fabricación de sus prendas en países que someten a sus trabajadores a toda suerte de vejaciones).
Efectivamente, no tienen tarjetas de crédito, no consumen publicidad y, lo más importante, no comparten sucesos de sus insignificantes vidas en las redes sociales. Por supuesto que hay detrás todo tipo de adicciones y problemas de salud mental. Y, claro está, no estoy invitando a que llenemos las aceras de las calles o habitemos los puentes vehiculares y nos convirtamos en mendigos ni mucho menos.
En mi caso concreto, al cumplir treinta primaveras, se desencadenaron ciertos cambios (espero que sea un signo de un embrionario grado de madurez). Evidentemente, se produjo, en cierta medida, un desencanto ante la vida; ese sentimiento que inevitablemente nos termina por golpear a todos tarde o temprano. Es ahora cuando hay una discordancia entre lo que, en el mundo de las ideas, creíamos que iba a ser, en líneas generales, nuestro destino (si es que existe tal cosa) con la realidad. No soy más que una maraña de dudas con muy pocas respuestas.
Por otro lado, si hablamos de cambios físicos, bueno pues, ya se empiezan a evidenciar unas incipientes arrugas (la que se conoce como pata de gallina, para ser más precisos), una que otra cana y la grasa en el área abdominal que cada vez es más difícil deshacerse de ella. Muchas personas optan por esconder con maquillaje, cremas, tinturas o cirugías el paso del tiempo en sus cuerpos; pero mi posición al respecto es la de recibir con pundonor todos los embates del tiempo porque, al fin y al cabo, es una lucha que no merece la pena combatirla. No existe nada que el tiempo no debilite, consuma o destruya. Aprender a aceptar la derrota es la única opción que nos queda.
Si bien nunca fui muy dado al trago y las fiestas (aunque no fueron pocas las borracheras en épocas estudiantiles) ahora me causan un hastío tremendo. Ya no soporto la música a altos decibeles sin poder entender lo que me dicen y lo que trato de decir intentando coordinar el paso de salsa, merengue o bachata (sobra decir que no puedo bailar y hablar al mismo tiempo).
Y, en cuanto al alcohol, ya con unas pocas cervezas soy víctima de un guayabo atroz, por lo que me veo obligado y en la engorrosa labor, cuando bebo, de tomar varias pastillas contra el dolor antes de acostarme (no entiendo cómo puede haber gente alcohólica, cómo esa sensación de nauseas, mareo, malestar general, dolor abdominal, dolor de cabeza puede ser atrayente para un ser humano).
Ahora bien, hay que decir también, siento que ahora tengo una percepción más aguda relacionada con la estética. Dicho de otra manera, se abrió ante mí un espectro más amplio relativo al concepto de la belleza que nos rodea: en la música, en el cine, en la literatura, en la pintura, en los paisajes, en la gente… que antes simplemente carecía o que sencillamente estaba aletargado. Es como si me hubieran quitado una venda y ahora mis sentidos se encontraran en un estado más alerta frente a las percepciones sensoriales exteriores.
Envejecer es un proceso por el que todos pasamos (que no se entienda como una perogrullada más) llegar a los treinta me ha dado la idea de que estoy tan solo de paso y que mis días por estos latifundios ya no son eternos, como pensaba antes, sino al contrario, tienen un número muy limitado. Del mismo modo que somos seres muy frágiles y diminutos. Toda soberbia queda anulada tan solo con ver las estrellas en el firmamento. Todo se reduce a esa batalla contra el tiempo, para alcanzar a hacer todo lo que tenemos planeado. La clave aquí es el tiempo para hacer lo que es, ciertamente, importante y que nos hace felices (no pude encontrar una mejor palabra, pero me rehúso a sonar como Deepak Chopra, Kiyosaki u otro escritor de libros de superación personal) a cada uno de nosotros.
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