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La historia colombiana ha sido violenta. No se le puede poner otro nombre. Violenta. Asaz violenta. Desde la conformación como república; la guerra de los mil días; el nacimiento de las guerrillas; los carteles del narcotráfico y el paramilitarismo hasta llegar a nuestros días, la violencia nos ha abrigado bajo su manto oscuro. Parece ser parte de nuestra raigambre genética criolla. Un muerto en Colombia es tan solo un artículo que pasa por una banda transportadora en una planta de producción de turnos rotativos.

Mientras existe una realidad en las ciudades del país, se vive otra muy distinta en la Colombia rural. Una de la que muchos de nosotros nunca nos dimos por enterados pero que siempre ha estado allí; esperando que el estado llegue y que todos volteemos nuestra atención hacia ella algún día. Durante tantos años que la violencia ha perneado esos corregimientos y veredas; también han estado hinchadas de abandono y olvido por todos nosotros.

Por su parte, hay que darle crédito al pueblo venezolano. Pareciera que el gen de la violencia no se expresa tanto en ellos como lo hace en nosotros. No se sabe qué es mayor: su resiliencia o su civismo. En el momento que una figura dictatorial como Maduro o Chávez llegase a Colombia trayendo consigo una inflación anual de un millón por ciento y un desabastecimiento en alimentos y medicamentos, ahí mismito, (sin chistar palabra) el monarca del doloroso reino despertaría. Toda la saña posible de la estirpe colombiana se regurgitaría y derramaría su sangre (motosierras y hornos crematorios) y cubrirían toda su tierra bajo una espesa niebla. Hombre y bestia no podrían diferenciarse.

Eso sí, de seguro no habría un éxodo masivo ni existirían filas en los supermercados; las filas serían de muertos sin identificar regados en las calles y pueblos. Bombas y masacres por doquier… de nuevo.

La indiferencia ha sido el  único método que hemos tenido los colombianos para lidiar con  la violencia. O por lo menos, nos ha permitido seguir con nuestras insignificantes vidas, con nuestra rutina. Sin pensar mucho en ello, vivimos en un estado de anestesia general.

Ha llegado a tal punto que la violencia nos ha deshumanizado. Y ya nos da lo mismo 6.500 muertos de la Unión Patriótica o 295 líderes sociales asesinados. Que si 300 o 500 o 1 cada 4 horas. Son tan solo guarismos. Con tal que no toquen a alguien de la familia, pues todo está bien.

Dicen por ahí que la violencia genera más violencia. Y de eso sí que podemos dar fe. Ya va siendo hora de que nos humanicemos de nuevo y empecemos a ver a nuestros muertos como lo que son: hijos, hijas, padres, madres, tías, abuelos. El país no aguanta más violencia y las muertes violentas nos tienen que doler a todos por igual.

Civiles y gobernantes deberíamos condenar la violencia cuando ocurra tan solo una muerte. Desde el presidente, pasando por ministros, senadores, funcionarios, usted y yo. No solo mirar pa’l otro lado. Entregarse a nuestros sentidos, y vivir el dolor que causa la muerte de nuevo.

En las últimas décadas, Colombia ha sido un país terriblemente atormentado con la llegada de nuevos actores del conflicto. Y es ahora que se nos abre una verdadera oportunidad con el posconflicto y poder así, anular esa particular tendencia que tenemos para darnos chumbimba. Volver a ser mamíferos sociales y permitirnos vivir sin violencia por primera vez en nuestra historia y de ningún modo volver atrás.

 

@nicolasonte

guasamayeto.com

 

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