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El título de esta columna puede hacer creer que se trata del anuncio de una secuela de alguna película de regular éxito estrenada a principios de este siglo. Pero el asunto es que, aunque los hechos parecen extraídos de una de esas viejas cintas gringas donde se está despidiendo a alguien en medio de una fiesta en la que abunda el alcohol y la droga, la situación es real: en un exclusivo edificio al norte de Barranquilla, una joven pediatra y su empleada doméstica fueron agredidas salvajemente por desadaptados (supuestos «niños bien»), que celebraban desde las seis de la tarde y a todo volumen en un apartamento del edificio Ría, sin ningún protocolo de seguridad.

El video de las cámaras de seguridad del edificio, y el que compartió alguno de los asistentes de la fiesta en las redes sociales, deja poco a la imaginación. En el primero se ve que, en pleno pasillo del edificio, sin importar que otras personas deambulaban por ahí, tres de los alegrones festejantes consumían droga, mientras que adentro la fiesta se celebraba a todo dar, con cantante invitado y un mariachi que, según las imágenes, se alistaba para hacer su entrada en escena. Ninguno de los participantes de lo que se ha bautizado como la “Covid Fiesta” tenía alguna clase de protección.

La ira desmedida, la intolerancia, el abuso de la fuerza, el irrespeto a las mujeres, el consumo de sustancias psicoactivas a la vista de todos en un complejo residencial, son el ejemplo de que nos falta mucho para ser ciudadanos civilizados y tolerantes. Somos, más bien, una defectuosa sociedad en etapa de construcción a los que ni una apocalíptica pandemia hace entrar en razón.

Es así como en segundos se viralizó la violenta agresión que sufrió una médico pediatra, quien solo trataba de pedirle a los vecinos escandalosos que le bajaran el volumen a la música que resonaba desde las seis de la tarde en todo el edificio. Los videos difundidos en las redes sociales muestran, con escenas como estas, que estamos lejos de ser “las buenas personas” que dicen que la pandemia terminó por convertirnos.

La ira desmedida, la intolerancia, el abuso de la fuerza, el irrespeto a las mujeres, el consumo de sustancias psicoactivas a la vista de todos en un complejo residencial, son el ejemplo de que nos falta mucho para ser ciudadanos civilizados y tolerantes. Somos, más bien, una defectuosa sociedad en etapa de construcción a los que ni una apocalíptica pandemia hace entrar en razón.

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Pero aparte del execrable hecho surgen otras dudas: ¿Por qué el policía, que ve como caen en manada contra las dos mujeres no hace nada? ¿Por qué, siquiera, no pide refuerzos? ¿Cómo es posible que en una clase de fiesta como esta, en la que los videos dejan claro todos los excesos, alguien pueda llevar a una niña de 14 años, como una de las mujeres participantes aceptó haberla llevado, tratando de justificar sus acciones y terminar culpando a las víctimas?

En medio de este suceso que ha provocado la indignación de la sociedad, del círculo médico y de todos los segmentos de la comunidad, incluyendo al alcalde Jaime Pumarejo, hay un sentimiento colectivo que clama porque lo que pasó no se quede solo en “condenar el hecho”, o en inocuas  “sanciones sociales”. Lo que se exige es una rápida acción de la justicia para que sucesos como este sean ejemplarmente castigados. No se necesita, en casos de ataques brutales a mujeres por varios desadaptados, la manida “sanción social”, porque de hecho esa ya la tienen.

Es aquí cuando la justicia debe dar una rápida respuesta. Una que envíe un mensaje claro de que esta clase de actos que pone en riesgo la integridad física de otros (dos mujeres en este caso) no se puede volver a repetir. Por fortuna, en medio de todo, además de la fiesta, alcohol y las drogas, también está el video. Ese que nos recuerda –con su nítida reproducción de las imágenes– qué tan bajo algunas personas son capaces de caer.

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