Cuenta la leyenda que hace 28 años la Selección Colombia no solo era ejemplo de buen fútbol, sino que, además, goleaba. Incluso, los mayores aseguran, pruebas en mano, que a la encopetada Argentina se le anotaron cinco golazos en el temible estadio Monumental de Buenos Aires.
Dicen también, que una tarde que pintaba fatídica en el Metropolitano de Barranquilla, Chile iba goleando 3-0 a los nuestros y en 20 minutos ¡20 minutos! La tricolor anotó tres veces y empató un partido que se creía perdido.
Historiadores más minuciosos, desempolvaron los libros de nuestro fútbol y aseguran que a Rusia se le anotó un gol olímpico y que, en la agonía del partido, una gacela negra empujó el gol agónico a Alemania (a la postre campeón del mundo) que le dio paso a la siguiente ronda a la selección Colombia.
Los más jóvenes cuentan, mientras juegan un partido de bola e trapo en cualquier calle polvorienta, que la Selección Colombia tenía tanto gol, que hasta uno que anuló un árbitro de cuyo nombre no quiero acordarme, quedó inmortalizado como «fue gol de Yépez»: ¡Carajo! hasta los que no eran, terminaban siendo.
Es decir que el gol, esa hoy esquiva, fantasmal, etérea, utópica e imposible jugada máxima del fútbol, sí existió en nuestra Selección. Es más, uno de los nuestros, entonces sí un jugador talentoso, un tal James Rodríguez, tuvo el honor de ser el máximo artillero en un mundial al anotar seis veces. ¡Qué paradoja! Hoy, en seis partidos, no solo no hemos visto un gol, sino que jugadas de verdadero peligro, podríamos contarlas con una mano y nos sobrarían dedos.
Mientras tanto, en el Atalanta, Duván Zapata y Muriel la embocan a diario. Luis Díaz es el máximo anotador en el fútbol de Portugal; Borré, Chará, Falcao y hasta Cuadrado también anotan en sus clubes. De todas las formas. En todas las posiciones. De todas las clases. De cabeza. De tiro libre. Evadiendo tres rivales. De chilena. De taquito. Hasta de chiripa. Pero el asunto es que cuando juegan con la Selección, se les borra el chip. Se les olvida la esencia del fútbol. Se les cierra el arco y esas tres letras, las que dan la máxima alegría en el balompié, desaparecen del panorama. No le metemos un gol ni al arco iris.
Los autogoles de la Selección
Esta racha fatídica tiene varias explicaciones muchas más complejas que solo decir que “los delanteros tienen la pólvora mojada”. Y toda esta odisea del gol, ese que buscamos con más ansias y desespero que la abeja Maya a su mamá, tiene su punto de partida en varios autogoles. El primero de ellos, el arrebato inexplicable de Ramón Jesurun de sacar a José Pékerman de la dirección técnica, apoyado por pseudos periodistas de mente y habla confusa, a los que ya no los quiere nadie y se hacen auto llamar “profesores” lo que fue dejando a la selección sumida en una especie de limbo.
El segundo, fue la contratación de Queiroz: un técnico muy lejano al fútbol latinoamericano y que poco conocía de la idiosincrasia de los jugadores, pero que, a pesar de ello, y hay que reconocerlo, trabajaba, exigía y a muchos agrandados de la selección, eso no pareció gustarles mucho lo que propició el tercer autogol: la rosca para sacarlo.
La salida de Queiroz fracturó a la selección. Lo que sea que haya pasado que terminó en que se regalaran dos partidos consecutivos (uno en Barranquilla ante Uruguay y otro en Quito ante Ecuador) para presionar la salida del técnico, acabaron con la hasta entonces indeleble unión que tenía el equipo. Desde entonces, nada volvió a ser lo mismo.
Y es ahí cuando llega el cuarto autogol, tal vez, el peor de todos. El hombre oscuro del futbol colombiano; el personaje todo poderoso, cuestionado e investigado, el nada confiable Ramón Jesurún, estaba urgido de traer a alguien que pudiera dominar a su antojo y entonces no solo trajo a Rueda, sino que indemnizó a la selección de Chile para que el técnico pudiera llegar a Colombia sin problemas.
Y Rueda jamás convenció. Inexpresivo, lejano, frío, incapaz de transmitir sentimiento, enjundia, sacrificio y ganas a sus dirigidos, terminó contagiando a la selección de lo que su parca figura representa sembrado ahí, como una estatua en la raya. A punta de empates y con una victoria aparentemente holgada pero mentirosa ante Chile, el equipo empezó a dar muestras de que hacía agua por todos lados. Costaba hacer un gol. Costaba ganar y la empatitis se hizo crónica. Y esta empatitis solo se detenía, cuando se perdía. Ganar, era ya un recuerdo lejano y después, el gol, sería una anécdota.
La vergonzante cara de la derrota
Ahora, desde el interior del país, están buscando la fiebre en la sábana. Como el caso del marido que vende el sofá donde su esposa le fue infiel, señalan a Barranquilla como culpable de una debacle anunciada. De una eliminación que se venía venir. ¿Qué culpa tiene el estadio que, además, se llena hasta las banderas para verlos, de que Colombia no anote? Barranquilla cumplió. Pero la ciudad no puede hacer el milagro de ganar los partidos.
Y es que esta versión desmejorada de la selección Colombia con una floja versión de James Rodríguez; este remedo de Cuadrado; esa sombra desconocida de Zapata y Muriel; ese lánguido reflejo de Díaz no le gana a nadie jueguen a dónde juegue. No hay que creer en maldiciones. Solo hay que saber que cuando no se tiene convicción en lo que se hace, cuando se carece de liderazgo, cuando en la raya no tienes a nadie que inspire respeto y orientación, cuando tus dirigentes solo sirven para contar el dinero y cuando los procesos se mandan a la mierda por caprichos del dictador del fútbol colombiano, el gol parece esconderse.
¿Merecíamos clasificar? Por supuesto que no. Y para resguardarnos del ridículo monumental que esta selección sin chispa, sin pasión, sin entrega y sin técnica (lo que quedó al desnudo en el vergonzoso partido ante argentina donde la reserva de la reserva nos pasó por encima) puede llegar a hacer en plena competencia orbital, es mejor no estar. Pero ojalá que este descalabro sirva para algo: para que por fin Ramón Jesurún entregue el poder y, con él, Rueda recoja sus motetes y se vaya con su futbol amarrete, cobarde y confuso a otra parte.
Y con él, se debe cerrar este ciclo. Y empezar ya, sin dilaciones, la necesaria renovación del combinado nacional. Se acabó la era de James; Falcao; Cuadrado; Mina; Uribe; Borja; Zapata; Sánchez, entre otros. Dentro de 4 años vamos a necesitar caras frescas, pasión, juego alegre y en el banco técnico a un líder que motive, que oriente y que despierte la pasión perdida. La limpieza debe hacerse extensivas, como ya dijimos, a la dirigencia, empezando por el nefasto Gabriel Jesurún, alguien que durante “su reinado” no dejó satisfacción alguna.
Mientras tanto, aquí seguiremos: atentos y ansiosos como muchachitos un 24 de diciembre esperando que ponga el Niño Dios, a ver si alguna vez, así sea una sola vez, el bendito gol por fin aparece. Porque de autogoles, estamos hasta la coronilla.
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