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Poco se ha discutido sobre el otro bando ganador del decepcionante plebiscito del 2 de octubre, hoy alcanzando su primer aniversario, que trascendió a los actores políticos y logró apoderarse del ánimo cotidiano de los colombianos.

Ese día los escépticos, los inconformes y los radicales lograron vencer, imponiendo de paso su visión del vaso medio vacío en el panorama nacional. Y de la mano llegó el clima de decepción, que se tomó la mayoría de esferas de la vida de los colombianos, cada vez más incapaces de reconocer los innegables beneficios del acuerdo de paz en materia de reducción de la violencia.

Pero la creciente posición crítica de los colombianos está lejos de definirlos como perfeccionistas. La obsesión de quienes señalan las imperfecciones antes de reconocer los esfuerzos, sumada a la falta de propuestas tangibles a la hora de construir una mejor realidad, coherente con sus tesis, solo tiene un nombre: fanatismo. Y pocas veces habíamos conocido a una Colombia tan fanática, enardecida por líderes dichosos de arrojar la leña al fuego.

Lo cierto es que durante este año de decepciones y esperanzas, el nuevo acuerdo de paz avanza contra viento y marea, enfrentándose al escepticismo de los ciudadanos y a los poco confiables políticos, quienes sin problema cambian de posición frente al proceso de paz de acuerdo con sus cálculos para las elecciones de 2018. Y en este primer año la realidad política y social colombiana, absorbida por debates mezquinos y poco visionarios, no ha logrado darle la talla a la expectativa internacional, ansiosa por conocer los resultados históricos de un proceso de paz que bien podría ser el más exitoso en la historia de América Latina.

Porque los indicadores, en su mayoría, hablan por sí solos y resultan, cuando menos, alentadores. 2017 ha sido el año con menores indicadores de violencia por cuenta del conflicto armado desde su inicio, en 1964. La totalidad de las armas de la desaparecida guerrilla fue destruida, mientras que fue entregada una lista de bienes que triplica la cantidad de posesiones entregadas por los paramilitares entre 2005 y 2016.

Y de paso, el fin de las Farc como guerrilla lentamente permite a los colombianos llegar a una de las conclusiones más necesarias a la hora de entender la realidad del país: que Colombia enfrenta un sinfín de retos monumentales, que durante décadas fueron opacados por el conflicto armado, muchas veces de manera intencional, como la necesidad de luchar contra la corrupción y las maquinarias electorales.

Hoy, a un año del plebiscito por la paz, es momento para recordar la principal enseñanza de la noche del 2 de abril, cuando el país entero conoció el decepcionante resultado de la decisión popular, que amenazó la posibilidad de alcanzar la paz. Esa noche, por primera vez en años, los colombianos enfrentados por la polarización del sí y el no, entendieron que no hay manera de construir la paz desde la división. Sin embargo, poco se logró a la hora de interiorizar la lección.

Es por eso que el proceso político y jurídico, que avanza considerablemente hacia la transición de la violencia al debate político, necesariamente debe venir acompañado por un proceso planteado simultáneamente desde la ciudadanía, en donde el perdón y la visión del futuro sean discutidos permanentemente, alejándose de los incendiarios políticos y sus discursos de polarización.

A un año del plebiscito me atrevo a afirmar que aunque el camino hacia la paz es incierto, los caminos del miedo, la obsesión por el fracaso y el escepticismo solo nos alejan más del destino soñado.

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