Escasamente recordarán las nuevas generaciones, como si se tratara de tiempos remotos en un país ajeno, que hasta hace pocos años los debates presidenciales giraban en torno al conflicto armado y sus implicaciones como limitante del progreso nacional. La presencia de tropas extranjeras para solucionar el conflicto desde la vía militar, el despeje de cientos de kilómetros para la fijación de mesas de diálogo y el intercambio humanitario entre presos y secuestrados eran algunos de los puntos más polémicos de debate en un país que buscaba solucionar algunos de sus problemas más críticos.
Qué hacer con las Farc, parecen muchos no recordar, era el desgastado tema central de todos los debates presidenciales. La victoria militar como respuesta a los abusos de las guerrillas en los diálogos previos, la negociación en países vecinos o en el interior del territorio nacional, e incluso el pago de millonarias sumas a cambio de que éstas renunciaran al macabro negocio del secuestro eran algunas de las propuestas más controvertidas de los candidatos. Y el grueso de la ciudadanía, en gran medida, decidía su carta a la Presidencia con base en el qué hacer con el conflicto armado y las guerrillas.
Ante la principal preocupación de los colombianos de todos los rincones, que percibían derechos tan básicos como la libertad, la integridad y la vida en permanente riesgo, otros asuntos de crucial importancia eran relevados a un segundo plano. Es el caso de la seguridad social, el desempleo y el acceso a la educación pública. Y otros tantos, como la lucha contra la corrupción y la desigualdad, escasamente recibían menciones en el marco de los debates presidenciales. La explicación, dicha desde la obviedad, hoy parece lejana e increíble: hubo tiempos en que los derechos ciudadanos más básicos no parecían tener garantías, y entonces otros derechos fundamentales perdían importancia entre las prioridades del debate.
Luego del turbulento y controvertido proceso de paz con la guerrilla de las Farc, el actor armado ilegal con mayor presencia en el territorio nacional a lo largo de los últimos cincuenta años, el panorama cambió radicalmente. El acuerdo buscaba reducir de manera inmediata los indicadores de violencia en el marco del conflicto entre el Estado y las Farc, y de manera gradual transformar las condiciones que dieron lugar al enfrentamiento desde un primer lugar.
Por supuesto, no todas las formas de violencia y de criminalidad llegaron a su fin en Colombia. Pero en ningún momento el proceso de paz con las Farc fue ofrecido como la solución definitiva para todos los problemas del país. Cumplió, a pesar de las demoras e imprevistos, con su objetivo de desmontar un ejército irregular con presencia en la mayoría del territorio nacional que sumaba más de diez mil personas en el total de sus redes. De la solución pronta y oportuna ante nuevos retos como las disidencias guerrilleras, un fenómeno observado en la inmensa mayoría de procesos de paz en el mundo, y de la gestión del posconflicto, dependerá el éxito en un mediano y largo plazo del acuerdo de paz.
Lo cierto es que los debates de la actual carrera a la Presidencia dibujan un país con prioridades distintas, como resultado de transformaciones recientes. Y aunque cerca de la mitad de los votantes en el plebiscito por la paz manifestaron su rechazo ante los diálogos de paz con las Farc, hoy el grueso de las nuevas discusiones evidencia que terminaron los tiempos en que el qué hacer con esa guerrilla determinaba la decisión mayoritaria en las elecciones presidenciales.
Y en cambio se abren y se profundizan debates en torno a problemas que todas las naciones en paz enfrentan, tan diversos como la lucha contra la desigualdad de género, la sostenibilidad del sistema de pensiones y la construcción de mejores esquemas de seguridad ciudadana, por solo citar algunos.
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