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Navidad de 1914. Ocultos entre la podredumbre de las trincheras del frente oeste, jóvenes de toda Europa pasaban por primera vez las fechas de diciembre lejos de sus hogares y de sus familias. Escapando del frío y de las balas enemigas, compartían los escasos lujos que en tiempos de guerra se permiten los soldados y decoraban sus trincheras con velas.

A falta de árboles de navidad con regalos, los soldados intercambiaban cigarrillos, tragos baratos y barras de chocolates con sus compañeros de trinchera. Poco a poco los acordeones, los violines y las armónicas comenzaban a sonar, acompañados por las voces nostálgicas de los hombres que cantaban villancicos añorando a sus familias.

Sobre lo que ocurrió a continuación existen muchas versiones, en su mayoría magnificadas y rodeadas de fantasía. Pero casi todas concuerdan en que mientras sonaban las notas de ‘Noche de paz’, los soldados alemanes gritaban versos en alemán, luego seguidos por estrofas entonadas por los franceses y los ingleses a escasos cien metros de distancia, que en un gesto amistoso respondían a sus enemigos de batalla.

Conmovidos por el fraterno canto compartido, los jóvenes soldados comenzaron a lanzar gritos deseándole una feliz navidad a sus contrincantes y algunos más intrépidos decidieron saltar a la tierra de nadie empuñando pañuelos blancos para conocer a sus enemigos. Cerca de cien mil combatientes traspasaron sin armas las trincheras y los alambrados para saludar a los jóvenes del bando opuesto.

Durante la tregua no oficial de 1914, que en algunos lugares duró hasta año nuevo, los combatientes de la alianza y de la entente jugaron partidos de fútbol, e intercambiaron botones y bebidas. Incluso algunos soldados del ejército alemán terminaron cambiando sus acordeones por gaitas que llevaban los escoceses que luchaban en el bando británico, no sin antes interpretar varios villancicos desde un ensamble improvisado entre los enemigos que recién se habían conocido. La ocasión también permitió el entierro digno de combatientes que a lo largo del año habían caído muertos en la tierra de nadie. Rara vez una guerra alcanza un momento de semejante humanidad.

Pocos días después de esa navidad, la matanza entre ambos bandos duró tres años más y dejó un saldo cercano a 17 millones de soldados caídos en combate. Pero la tregua de diciembre de 1914, que se repitió esporádicamente durante la Segunda Guerra Mundial y en decenas de conflictos armados a lo largo del planeta, dejó una valiosa enseñanza para la humanidad. Incluso en los más radicales escenarios de guerra, jamás debe perderse de vista que todos los soldados enfrentados comparten una humanidad equivalente e invaluable.

Los enfrentamientos humanos llevan a odios irracionales, particularmente cuando las disputas involucran violencia. Y una de las primeras manifestaciones de ese odio en tiempos de guerra es precisamente la deshumanización colectiva del enemigo, a quien no se desea otra cosa que la muerte o la humillación. Este resulta ser el obstáculo más inmenso y frecuente dentro de las contradicciones propias de una ciudadanía que busca acabar con un conflicto.

Muchos se escandalizaron al enterarse de que un grupo de soldados y guerrilleros colombianos se habían tomado fotos juntos en una de las zonas transitorias, así como también el baile en año nuevo entre combatientes de las Farc y verificadores de la ONU indignó a miles de colombianos. Pero son precisamente esas acciones de excepción durante fiestas navideñas, las que devuelven toda la humanidad y recuerdan el invaluable significado de cada vida, por encima de cualquier afiliación política. Nada separa más a una sociedad de la paz que la interiorización del odio y la justificación del deseo del mal para el contrincante.

Así que bienvenidas sean las fotos y los bailes que representen compromisos de reconciliación y paz. Que las expresiones culturales, el fútbol, las artes y la música sepan cerrar las brechas y devolver la humanidad que el horror de la guerra se encargó de arrancar por décadas.

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