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Antes de la estocada final, siendo aún un adolescente, decidí pararme de las graderías de la Monumental de las Ventas, catedral de las plazas de toros, y retirarme de la faena. Mi primera corrida de toros había sido también la última.

Haber visto con ojos propios la fascinación y la ceremonia que gira en torno a las corridas de toros, desde la plaza más famosa del mundo, me permitió entender mejor por qué el ritual de los toros logra desatar tantas pasiones. Pude darme cuenta de lo cierto que es el argumento que tanto utilizan los aficionados para defender su gusto por las corridas de toros, quienes aseguran que el ruedo se convierte en un escenario de duelo entre la delicada vida humana y la muerte inminente y brutal.

Las corridas de toros son quizás la última expresión de una forma primitiva de espectáculos que durante más de dos mil años han entretenido a distintas civilizaciones, dejando a una persona ante su propia suerte frente a animales desproporcionadamente más fuertes. Al final pasa casi siempre lo mismo, salvo algunas contadas excepciones. El hombre, en clara desventaja física pero con el don de la inteligencia, logra vencer al furioso toro que casi de manera instintiva busca destruirlo. Una analogía, para ser vista en primera persona por todos los espectadores, del triunfo de lo humano sobre lo bestial. Una tradición histórica, sin lugar a dudas.

Pero el argumento de que una manifestación cultural debe mantenerse por el solo hecho de ser una tradición no tiene ni pies ni cabeza. Sencillamente porque la dimensión moral de las artes y de la cultura es apenas una expresión de la profundidad moral de sus humanos contemporáneos. Los logros más admirables del renacimiento y de la ola humanista que trajo consigo, promueven con especial convicción la idea de que la vida debe ser respetada, y que en ninguna ocasión la muerte debe ser observada como un espectáculo. Lentamente, manifestaciones que también habían sido tradiciones por siglos, como las ejecuciones públicas de criminales y los duelos a muerte, fueron perdiendo su valor ante el progreso del humanismo entre las sociedades.

Es claro que los defensores de las corridas de toros hacen parte de una cultura que de manera lenta y afortunada cada vez pierde la vigencia que alguna vez ostentó, nostálgicos del legado de la ocupación española y católica en América, que se destiñe con agilidad de la realidad del continente. La afición por los toros es una de las últimas manifestaciones de un tiempo en que los colombianos sentían particular orgullo por sus apellidos españoles, elegían gobernantes que imitaban la forma de gobierno de Franco y encontraban en las plazas de toros el espacio predilecto para sentirse parte de una cultura a la que jamás pertenecieron.

Generaciones enteras fueron educadas para asistir a las plazas de toros, preocupándose más por lo superficial del entorno que por el espectáculo en sí. Porque pocos aficionados realmente son capaces de defender, de manera lógica y argumentada, lo que ocurre en el ruedo. Muchos más son los que se preocupan por lo que ocurrirá en la gradería el domingo, desde la noche anterior dejando listo el mejor atuendo y sentándose en sus puestos esperando ver y ser vistos.

Hoy por hoy ningún argumento de los nostálgicos de España logra sustentar la necesidad de mantener vigentes las corridas de toros y en ocasiones los defensores llegan a plantear desesperados planteamientos a su favor. Muchos afirman con orgullo que algunos de los artistas más destacados de nuestros tiempos, como Picasso, Serrat y Hemingway han sido aficionados a las corridas de toros, como si a través de una transferencia, con su superioridad artística entregaran validez a la espectaculización de la muerte de los toros. Otros, de forma incluso más desconcertante, afirman que los toros de lidia no cumplen ninguna función en los ecosistemas y que de no ser por los criaderos que los alistan para las corridas, podrían incluso extinguirse. ¿Entonces terminan haciéndole un favor a los toros al criarlos para la muerte?

De las generaciones y de sus preocupaciones morales, prefiero aquellas que cuestionan si la muerte y el sufrimiento evidente de los toros se justifican por el solo hecho de satisfacer una afición. Los nostálgicos y los defensores de las corridas de toros han intentado de todas las maneras proclamarse como una minoría perseguida. Lejos de ser víctimas, los taurófilos son una inmensa mayoría decadente que lleva más de cincuenta años en vía de extinción.

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