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El año pasado, justamente por esta época, trabajé en un proyecto televisivo que me mandó a viajar por Colombia con una sola misión: escuchar y conocer historias donde los protagonistas no serían políticamente correctos, literalmente. Me junté con desmovilizados, personas que en algún momento integraron grupos al margen de la ley y que ahora, en un punto de giro interno, resolvieron darse una nueva oportunidad, reconviniendo sus acciones y reversando sus pecados.

Conocí a exguerrilleros, comí en sus casas, alcé a sus hijos y abracé a sus suegras. Jugué cartas con exparamilitares, me bañé en sus duchas y examiné sus álbumes de fotos familiares. Todo para confirmar que el que necesitaba reintegrarse mentalmente era yo, bogotano de a pie, tan parecido a muchos de esos que actualmente critican y desconocen lo que no entienden, censurando y negando la oportunidad de comprender la coyuntura de los tiempos que vivimos.

Hubo una historia que me impactó, la de doña Sandra. Empresaria de concreto en el Meta, víctima del secuestro y de todas las vejaciones que eso le implicó, pues estando en cautiverio fue violada y maltratada por la guerrilla. Mientras deambulaba por la selva soñando con volver a ver a su esposo y su hija, ellos cayeron en manos de las AUC, quienes no perdonaron que estuvieran ofreciendo dinero al grupo insurgente que la tenía retenida. Tras su liberación, Sandra decidió rehacer su vida sobre la base del rencor y la venganza, hasta que su mamá le presentó a Jesús y le habló de su amor y misericordia.

Sandra empezó su forzoso camino de perdón, y como todo trayecto que requiere ser allanado, se armó de valor, retomó su empresa y volvió a contratar mano de obra. En ese proceso de reclutamiento, descubrió que uno de los trabajadores que habían llegado siempre trabajaba de espaldas, ocultando su rostro debajo de una gorra vieja. Cuando Sandra lo confrontó, se dio cuenta que era uno de sus captores, de esos que destruyeron su vida y honra. Lejos de acribillarlo, Sandra descubrió que si no perdonaba, se hundiría; así que abrazó a su captor y por primera vez en años fue realmente libre. Ambos lloraron, se perdonaron y todavía viven para contarlo.

Así también está la historia de los desmovilizados granjeros en Yondó, del electricista reintegrado de Barrancabermeja, de los taxistas exparamilitares que en Santa Marta hacen cartillas ecológicas para niños, o la de la guerrillera y el soldado profesional que se enamoraron en la guerra y dejaron todo para fundar su hogar. Siempre me generó curiosidad que tanto víctimas como victimarios llegaban a un punto en común: no se trata de olvidar, pero sí de dejar de culparnos, porque sin perdón no hay salida, sin reconciliación no hay avance. Si no, que lo digan Sofonías, Paola y Pablo: la víctima, la exguerrillera y el exparamilitar que nos enseñaron a avanzar socialmente cuando recorrieron el camino de Santiago de Compostela.

El trabajo con desmovilizados reafirmó mi fe cristiana. Me enseñó que todos somos iguales, pecadores, solo que no tuvimos las mismas oportunidades de demostrarlo. Me confirmó, por sus conclusiones y por las mías, que el discurso de justicia implacable no es más que sed de venganza, donde el afectado asume que el agresor merece una consecuencia peor que la que recibió la víctima. Y como todo lo que me pasa, lo llevé al punto de analizar mi fe en Dios y la forma en que la vivo, pues mi tendencia como humano es exagerar las culpas del otro y minimizar las mías.

La vida me llevó a ver que Dios camina con dos piernas: una se llama Justicia, otra se llama Gracia. Él avanza en el más impresionante de los equilibrios, alternando un paso para cumplir las normas, y otro para obedecer inteligentemente. Eso justamente no fue lo que entendieron los fariseos, quienes castigaban radicalmente y sin dar oportunidades, tan parecidos a ciertos sectores políticos y religiosos actuales. Menos mal llegó Jesús, quien nos enseñó que el amor era la salida. Si amo a Dios, y comprendo que él me ha amado y hasta librado de las consecuencias de mis malas acciones, casi que estoy en obligación de amar a los demás, quitándome la toga de juez autoimpuesto y esforzándome por comprender al otro en su diferencia.

Mi coherencia como cristiano radica en basar mi vida en su amor y gracia, las mismas que me han cobijado y perdonado. Si he recibido tanta bondad del diseñador del universo, no soy nadie para impedir que alguien más reciba el regalo de la libertad, que justamente inicia cuando se le perdona y se le renueva la confianza. Debe ser por eso que no entiendo las argumentaciones de las personas que asegurando ser fieles a Dios, cristianos devotos y hasta radicales creyentes, no le dan la oportunidad al acuerdo de paz, asegurando que el camino está en luchar contra la supuesta impunidad, cuando ellos mismos son impunes ante los ojos de Dios gracias a la obra de Jesús en la cruz.

La Biblia dice que Dios es de paz, y me encanta eso porque creo que si Jesús recorriera Colombia por estos días, no exigiría guerra, ni sangre, ni siquiera nuestra definición de justicia. Él muy bien sabe que quien comete una pena debe pagarla; pero es tal su amor que prefirió ser crucificado injustamente, asumiendo nuestro lugar de criminales. Es natural que no nos fluya perdonar, pero si nos ponemos a pensar, la paz de Dios llegará cuando nos reconciliemos, cuando hagamos nuestra parte y usemos las herramientas a nuestro alcance.

LUIS CARLOS ÁVILA R

@benditoavila

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