Se supone que una casa es un refugio ante el apremiante ahogo de la calle, que un interior siempre será más barato y fácil para grabar que un exterior, que adentro hay más calor y abrigo que afuera. Parecen lecciones pre-kinder de Plaza Sésamo, pero hasta ahora las pude aterrizar, mucho más cuando viví en carne propia la transformación de una simple ducha casera en un arma asesina, electrocutante y enervante, algo que se opone totalmente al concepto de hogar.
La solución ante la ducha fue, desde el principio, cambiarla; cosa que por fin se pudo hacer gracias a la ayuda del celador, quien a estas alturas ha sido el hombre no solo de la casa, sino de todo el conjunto. A él le agradezco por despedirme a diario con un «Buen día, campeón», o «¿Cómo le fue, Luisito?». Es todo lo que recuerdo de afecto masculino desde que mi papá se fue. Ya no sufro por eso, solo una que otra noche en la que necesito consejo emocional, o cuando no sé en qué gastar la fortuna que estoy ganando con mis tres trabajos (guiño guiño). No sé si gastarlos pagando el Icetex, o viajando sin pensar en nada más, o endeudándome con otro antojo, o pagando alguna otra deuda heredada.
Cambiamos la ducha y nos ahorramos las electrocutadas, pero ¿por qué será que uno parece disfrutar eso de vivir al límite, al extremo de perderlo todo, al filo del abismo? Uno pasa la vida decidiendo a medias, como jugando con lo que debe cortar de raíz. No soy alguien radicalista y ortodoxo, pero empiezo a darme cuenta de que son las decisiones completas las que realmente funcionan. Si uno decide a medias, obtendrá libertades y frutos a medias. Si uno opta por ser un medio amigo, medio buen oficinista, o inclusive un medio cristiano, fracasará exitosamente. La vida no está ni para aguas tibias ni para duchas rotas.
En el fondo admiro a aquellos hippies aventureros que en arrebatos emocionales de un día para otro, deciden renunciar a su trabajo, quitarse el grillete de la corbata y salir a bailar en la pradera mientras comen sánduches. Los critico por idealistas y hasta mediocres, pero a la vez quisiera tener los pantalones y los testículos para no vivir frustrado haciendo lo que me tocó. Todavía recuerdo mis sueños preadolescentes, en los que era locutor de radio, Dj de turno, bajista y cantante de una banda de reggae, viajero frecuente y comediante. Veo el hoy y estoy en un cubículo, pataleando para abrirme cancha en un medio en el que estoy seguro no estaré para siempre.
En el fondo, usted y yo anhelamos eso: tomar medidas completas, calvearnos y dejarnos la barba completa, pero somos tan cobardes y miedosos que preferimos la comodidad antes que la búsqueda personal de realización. Nos gusta lo predecible, lo que se ve políticamente correcto, lo fácil, lo ligero. Lo cierto es que por estos días aprendí que para tomar medidas completas se necesita persistencia poderosa, porque después de dar el paso es normal sentir miedo y desear la apacible cárcel.
No quiero ser de esos que se quedaron con el dolor de crecer de mentiras, sin haber vivido lo que soñaron de niños. Mucho menos me interesa volver atrás, como aquel pisco que después de terminar con esa exnovia diabólica y absorbente decide cangrejearse, como el perro vuelve a su vótimo, por miedo a quedarse solo para siempre. Lo mío es revisar la escaleta, reenfocar la brújula y creer, que es lo que queda cuando uno ya ha hecho su parte.
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