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Por @dani_matamoros

A propósito de la ola de crímenes que azota a Santiago de Cali…

Eso pasó hace varias semanas en Cali. Yo me levanté, me puse mi cachucha Adidas azul con blanco, agarré una camiseta blanca del piso, tomé mi iPhone 5 –que marcaba las 9:45 a.m.–, mis audífonos Apple, me puse unos tenis también Adidas Originals que hace seis meses compré en rebajas, me acomodé mis gafas de marco grueso y lentes transparentes, y me fui para la calle. Ya no puedo salir sin ellas y la verdad no tengo un palo y medio para operarme. Los sapos de mis papás tampoco. Prefiero beberme esa plata o gastarla en ropa. Ah, y odio los lentes de contacto, soy muy perezoso para estar sacando y metiendo esa mierda en mis ojos.

Comencé a caminar por el cochino parque del barrio de la casa de mi mamá –El Ingenio III– donde un montón de gente ha decidido cada mañana salir a hacer ejercicio por su propia cuenta en vez de pagarle a un puto gimnasio. El clima estaba chévere. Cuando en esa desvergonzada ciudad llueve, creo que vuelvo a ser feliz. Un set de house del señor Klangkarussell se reprodujo en mi iPhone después de varias canciones del guiso de Juan Magán. No vamos a entrar a discutir si escucho música buena o no. Es mi iPhone, es mi vida, y escucho lo que se me dé la gana. Seguí caminando por todo el parque, por el camino pavimentado. A mi lado varios negros en sus puestos de cholados, arepas, frutas, fajas y protectores, pastas y suplementos vitamínicos; señoras vendiendo jugos, pandebonos, más jugos, más cholados. Instructores de gimnasio, que cobran la clase a tres “lucas”, entrenando a señoras deliciosas y ancianas en decadencia.

Nunca querré entender por qué a esa gente le permiten adueñarse del espacio público de esta forma tan absurda. Nunca querré entender por qué a esa gente le permiten venir al barrio de mi mamá, a mi barrio. En serio. Ese parque se volvió una boleta con toda esa gente vendiendo maricadas y haciendo negocio como cual vil galería.

Seguí caminando. Le eché ojo a los culos y las tetas de varias de las que salían casi embola a hacer ejercicio, era lo mejor de mis caminatas matutinas, ver a todas esas esposas y mozas de traquetos estirando, y practicando TRX. Miré a varios desgraciados hacer abdominales, sentadillas, pasar corriendo a mi lado. En el fondo siempre he querido ser un tipo de esos saludables, pero la verdad…, me da mucha pereza.

No sé qué pasa conmigo. Un día todo me empezó a dar pereza. Levantarme temprano, ir a trabajar, tener una novia, parcharme con mis amigos, lamerle el culo a un jefe, escuchar la basura de una tipa con la que estás saliendo, ir a comer con mis tías, montarme en un bus articulado, almorzar con la gente del trabajo, el networking, rendirle cuentas a gente importante o con plata, aceptar a los homosexuales y a la gente diferente, ayudarle a mi mamá en su trabajo, hablar con mi papá por teléfono, escribir un buen cuento, salir a pedir un taxi, redactar una brillante crónica, realizar una excelente entrevista, la maldita Bogotá, el cochino Cali, el prostituido Medellín, agarrar un bus, leer a un autor de renombre o de culto, visitar a mis abuelos, verme una película aclamada, bailar merengue y vallenato, parcharme con mis primos, caerle a una tipa y hacer toda la pantomima; saludar a los amigos de mis papás, aprender a bailar bachata, mezclar electrónica… hasta ser hermano mayor me dio pereza. Recuerdo que un día simplemente me di cuenta de que el tipo que nació después de mí ya había alcanzado una modesta madurez y le cedí el puesto o él se lo tomó y lo dejé. Creo que fue algo de ambas cosas.

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 «No me corté la uña del moco»

Seguí caminando por la parte pavimentada del parque; veinte minutos después llegué hasta el otro extremo que daba contra la Avenida Pasoancho. El tráfico estaba suave. En ciudades calenturientas como Cali la gente entra a trabajar a las siete de la mañana, así que a las diez casi no hay carros dando vueltas por las calles. Esperé que el semáforo se pusiera en rojo para poder pasar las cebras malpintadas para los peatones. Retomé mi marcha y comencé a caminar por la cicloruta que atraviesa esta avenida. De las pocas que hay en esta anticívica ciudad. No quiero exagerar pero Cali no fue diseñada para recorrerla a pie, en serio. O al menos el sur. A los levantados nuevos ricos les dio por pensar que todos íbamos a tener carro. Si quieren pregúntenle a cualquier sapo que haya vivido acá y verán que no estoy mintiendo.

Primero: no hay andenes grandes, no hay señalización ni semáforos para transeúntes, casi no hay caminos pavimentados ni aceras para disfrutar. Segundo: con ese tan calor tan hijueputa pues nadie aguanta. Y tercero: la puta inseguridad. Desde que tengo uso de razón, la gente dice que “esta ciudad está caliente”. En serio. En Cali si uno se pone a caminar, los que lo roban siempre son manes en cicla o en moto. No estoy exagerando. Es un puto raye y más para alguien que no tiene carro y que nunca aprendió a coger bus y que se niega a aprenderse las rutas del MIO. Y casi siempre los manes son negros, pero no piensen que es un prejuicio racista, no estoy diciendo mentiras. Simplemente este caso se da porque tenemos un problema demográfico de desplazamiento de comunidades afrodescendientes del Pacífico, que la ciudad y el país en general, han dejado en el abandono y la puta miseria; o si no pregunten por el Distrito de Agua Blanca o Los Chorros, y pues algunas de estas personas no han tenido más remedio que ponerse a delinquir.

En mi iPhone comenzó a sonar Super Flu Loves Isaac de Super Flu. Disimuladamente moví los hombros y me eché tres pasitos ahí en la cicloruta mientas pasaban los carros a mi alrededor. No supe si alguien me vio bailar pero me importó un culo. Empecé a ver unos rayos de sol y odié no haberme bañado. Si el sol se ponía más hardcore iba a empezar a sudar un asco. Mientras caminaba recordé por un segundo a varios de mis exjefes. ¿Dónde andarían los cabrones en una mañana como hoy? Luego me imaginé en una playa tomándome un coco loco. En ese momento no le pedí nada más a la vida, simplemente quise estar en esas, disfruto con poco.

Cuando llegué, frente a la portería de la Universidad del Valle, me pasé la calle, saqué mi celular y le tomé la foto a un grafiti de “corte antiimperialista” que reposaba sobre una de las paredes de tan “magna” institución. Durante años creí que en esa universidad la clase de “Pintura con aerosol” hacía parte del núcleo común.

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Seguí caminando, pasé al lado de los vendedores de chicles y de minutos, le dije a varios taxistas, parqueados frente al Centro Comercial Unicentro, que no necesitaba de sus servicios. Seguí escuchando el set, dando pasos que se dejaban llevar con la música, pensando en maricadas, cuando un negro musculoso, de jean apretado, camisa amarilla y zapatos blancos, imitación Lacoste, me extendió su mano. Yo andaba como distraído, embelesado en mi nube de house, y por güevón, y simple reflejo, le extendí la mía, nos saludamos, luego me la soltó y me quité los audífonos. A su lado apareció otro negro más alto y musculoso de jean claro y camiseta café. Los miré, el de amarillo me preguntó acerca de una dirección. Yo la verdad nunca he podido ubicarme en esta cochina ciudad, así que les dije muy cándidamente que no sabía, que allí estaba la Pasoancho, la del Valle y Unicentro. Los negros se rieron y el de amarillo me volvió a extender la mano para despedirse; medio moví mi brazo para apretársela, pero me detuve. Por el audífono que todavía seguía en mi oreja una mujer gritó algo en inglés y la música sonó más duro; ahí lo miré un poco asustado y me dije a mí mismo: “¿por qué putas estás hablando con este par de gonorreas y por qué demonios le diste la mano y lo ibas a volver a hacer?”.

Intenté alejarme pero el negro de café se me parqueó al lado, ahí el de amarillo me jaló del brazo, me agarró la mano y comenzó a decirme entre dientes que me quedara quieto, que los mirara, que no intentara ni mierda, que ellos pertenecían a la unidad de sicariato de no se quién putas, a la oficina de cobro de no sé donde diablos. Por la música y por el tono de su voz no le entendí bien. Luego el negro siguió diciendo que yo tenía que hacerles caso. ¡Vida catrehijueputa! Los miré con los ojos desorbitados y sólo pude gritarles, mientras me quitaba el otro audífono del oído: “¿qué, qué?, no entiendo ni mierda”. El negro de café se me acercó, me llevaba como tres cabezas. El de amarillo me apretó más la mano y me dijo: “ahora vas a ir esa portería y sacás todo lo que tengás en los bolsillos. Tu celular, tu billetera y nos lo traés”. El de café asintió muy serio. “¿Me entendiste?”. Miré al de amarillo y solo le dije: “pana yo salí a caminar, ¿Cómo así? ¿Me están robando?”. El de amarillo siguió apretándome la mano, me palpó los bolsillos, en ese momento comencé a explicarles que ese día no había llevado nada; luego me pidió que sacara el celular y dejara de mirar para los lados.

A escasos metros de nosotros las señoras que pelan fruta y los vendedores de minutos, me miraban asustados, inmóviles sin hacer ni mierda. Yo les hice muecas mostrándoles a los dos manes. El de amarillo me apretó más la mano y me dijo: “maricón, mira pa’ acá. Mirá lo que tengo” y se alzó la camiseta. Vi una cacha negra de una pistola y de inmediato, con la mano que tenía libre, le pasé el celular diciéndole que no tenía nada más. Solo pensé con tristeza en todo el tiempo que me iba a tomar comprarme otro puto iPhone. En ese momento no tenía un peso. Pensé en todas las fotos que no había guardado. En los escritos, las notas que tenía en él. El negro de café sonrió. El de amarillo agarró el celular, lo miró varias veces y cuando me iba a ir, me dijo: “todo bien mijo. Esto está muy fino. ¿Pa’ qué hacerle el daño?”. Yo solo volví a gritar qué no entendía ni mierda. El de amarillo se cagó de la risa y me dijo, sacudiéndome la mano, que no me iban a hacer nada, que dejara así. Luego me dio unas palmadas en el hombro. Yo estaba desconcertado. Luego miré al de café y el gigante me tocó la cabeza y me dio un abrazo. “Relájese papi”. El de amarillo me dio también otro abrazo sonriendo; “todo bien tigre”. Yo seguí con mi mano estirada esperando que se llevaran el iPhone. Los dos hombres se voltearon sonriendo y diciendo en voz alta que si preguntaban, yo ya sabía quiénes eran ellos.

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Luego los vi cómo pasaron campantes alrededor de estudiantes, transeúntes, los vendedores ambulantes, los taxistas que reposaban sobre sus carros amarillos y se montaron en un taxi que estaba al final de la fila. Arrancaron y siguieron por toda la Pasoancho. Miré mi iPhone y no supe qué pensar. Luego me senté en el andén frente a la Universidad del Valle, tratando de entender qué putas había pasado. Tratando de comprender qué querían esos cabrones, tratando de armar paso a paso en mi cabeza lo que en menos de dos minutos había vivido; recuperándome de la noticia de que un par de negros gigantes de esos a los que vos no querés hacer enojar, y que además andaban armados, decidieron no llevarse uno de mis bienes más preciados. –Qué tristeza que ese aparato sea una de las cosas que más amo en este momento de mi vida–.

Seguí ahí sentado, pensando y tratando de que el susto se me pasara. Escuché voces a mi alrededor, alcé la cara y eran los putos vendedores de frutas y minutos que ahora sí venían a preguntarme si me habían robado, a indagar si yo conocía a esos tipos. Les conté que no sabía nada de ese par y que seguía con mi celular; que mi billetera la había dejado en la casa y que al final me habían hasta abrazado y dado la mano. “Eso fue que lo confundieron con alguien”. “O mínimo le iban a hacer el paseo millonario y les dio miedo o dejaron así porque usted no tenía plata”. “Nosotros sí vimos todo pero nos dios susto meternos”.

¡Maricones! Me paré, esperé que pasaran los carros y me pasé hacia la portería de Unicentro. Pensé en llamar a mi mamá y que me recogiera, pero la casa estaba a siete minutos, ¿para qué la iba a poner en esas? Pensé en buscar un CAI y poner el denuncio pero qué pereza. Era mas el desgaste y la pérdida de tiempo. En Cali la policía de mi cuadrante se la pasa persiguiendo marihuaneros de estrato cuatro, cinco y seis, que salen en sus carros a echarse los plones.

En Unicentro ya había gente, me senté un rato alrededor de la fuente principal, traté de olvidar al par de hampones, me puse otra vez los audífonos, se reprodujo una canción de Nicky Jam con Piso 21. A mi alrededor gente entrando a los bancos, a los almeces de ropa, comiendo algo en Juan Valdez. Me di una vuelta por el Adidas, por los cines, por la plazoleta de comidas, por la Librería Nacional. Cuando ya me relajé me fui a pie para mi casa. Al llegar le conté a mi mamá lo que me había pasado y le dije entre risas que agradeciera que su hijo seguía vivo. Luego le hice saber, a manera de chiste, que hacía rato que dos hombres corpulentos no me abrazaban de esa forma. Logré sacarle un par de carcajadas.

Por la noche me pagaron una plata de esas que las putas empresas tiran a 90 días, ya ni me acordaba de ella; volví a Unicentro y me compré un par de cachuchas, una camisa blanca llena de limones amarillos y unos tenis de edición especial. La vida para mí son cachuchas, camisetas de estampados y zapatos. ¿Qué más podía hacer? Luego, mientras le decía a la cajera que por favor me diera un combo McNífica, agrandado, con Coca Cola Zero, me di cuenta que nunca sabría qué querían realmente esos desgraciados que ese día salieron a la calle a joderme.

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