Por estos días el tema del futuro de Cuba se debate en diversos círculos. A propósito del anuncio de Raúl Castro de abandonar el poder luego de este mandato de 5 años, las preguntas sobre el futuro del régimen se multiplican, al igual que los vaticinios sobre el fin de la Revolución. No obstante, la realidad cubana dista de semejante simpleza.
A finales de los 80 cuando fueron cayendo, uno a uno, los regímenes pro-soviéticos en Europa Central y del Este y luego con el desmoronamiento del proyecto de la URSS, pocos pensaban que en Cuba el socialismo sobreviviera. No obstante, tres razones explican que hasta hoy, La Habana siga reivindicando el carácter socialista y Cuba siga siendo en diversos ámbitos, una excepción.
Primero, la flexibilidad del régimen en los noventa para permitir la circulación del dólar, abrir el sistema para permitir la llegada de la inversión extranjera por la vía del turismo y el permiso para algunas iniciativas privadas, le dieron oxígeno a una economía asfixiada por el desplome de Moscú. Para recalcar que en este proceso de apertura Raúl fue vital. De hecho, se trató de uno de sus ideólogos. Por eso no debe sorprender que hoy maneje las riendas de la Revolución.
Segundo, las conquistas sociales que le permitieron a millones de cubanos acceso a un mínimo vital, que contempla vivienda, salud y educación dan cuenta del mantenimiento del castrismo. Aunque parezca redundante e incluso vacío por la forma en que el establecimiento cubano ha insistido en ello, no se puede omitir que los indicadores muestran de forma difícilmente rebatible una evolución histórica. El año pasado, Unicef declaró a la Isla como el único Estado del continente en haber superado la desnutrición infantil, la existencia de 6 médicos por cada mil habitantes, contrasta con Estados Unidos donde dicha cifra llega a 4, o en Brasil y Japón donde llega a 3 y en Colombia con apenas 1. Aquello cobra más sentido si se tiene en consideración que América Latina es el continente más desigual del mundo, luego de la África Sud sahariana.
Y por supuesto, el apoyo del régimen chavista sacó a Cuba del ostracismo y le permitió volver a la ortodoxia económica, hasta hace poco, del comunismo.
Empero, los desafíos para esta nueva etapa revelan una complejidad enorme. La tasa del desempleo de 3,8% relativiza el dogma del pleno empleo, uno de los principios constitutivos del comunismo. La reducción de bienes incluidos dentro de la libreta es cada vez mayor, y una solución al déficit energético estructural (más allá de la cooperación venezolana, difícilmente sostenible en el tiempo) no aparece en el corto, ni el mediano plazo. Y la apertura del sistema político al compás de lo económico, (haciendo abstracción de la llegada al Consejo de Estado de Miguel Díaz Canel, primero en ocupar tal cargo sin haber sido revolucionario del 59), es una pasivo inocultable del socialismo cubano.
Más allá de las vicisitudes y de las contradicciones de la Revolución (que no son pocas), esta coyuntura debe invitar a conocer mejor su sistema. Frecuentemente tildado de totalitario o dictatorial, habría que demandarse por los mecanismos que permiten que aún millones sostengan dicho proyecto. Paralelamente, la existencia de figuras como Yoani Sánchez, las Damas de Blanco, y el Proyecto Varela, disidencias vivas y legítimas, testimonia un cambio en la sociedad cubana que debe ser leído como positivo en el resto del continente y el mundo y merece ser analizado en detalle.
Se trata ante todo de entender la vigencia de la democracia popular como sistema político, aun cuando ésta resulta extraña para buena parte del mundo. Su condena a priori es anacrónica e injustificable, como la defensa a ultranza de la Revolución, que no reconoce en ella defectos.
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