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El afán por procurar cambios en sistemas políticos no-democráticos puede conducir al surgimiento o exacerbación de problemas inadvertidos durante años. Todo ello surge con la tímida apertura del régimen birmano empredida desde 2011. La violencia que ha emergido contra la población musulmana y los enfrentamientos cada vez más constantes entre las fuerzas militares y la etnia kachin en el norte, evidencian un complejo panorama que aparece como el principal desafío para la transición aún en ciernes.

En su editorial del sábado, el diario Le Monde llama la atención sobre los riesgos que comporta esta apertura en caso de que no sea manejada con buen tino, sensatez y sobre todo, con un nivel de exigencia en cuanto a las garantías democráticas. El medio recuerda que Birmania está muy lejos de convertirse en una Suiza del Sudeste Asiático, como muchos esperaban gracias a la transición y a la apertura. La existencia de al menos 130 etnias, y la cohabitación del Budismo, Islam, Catolicismo, Protestantismo y Confucianismo invitan a una profunda reflexión sobre los mecanismos de los que dispone un Estado como Birmania, para lograr una unidad nacional que trascienda. Claro está, sin recurrir a la fuerza luego de una feroz dictadura militar instaurada desde 1962, que había impuesto la cohesión a un costo humanitario y democrático aún inimaginable y lejos de ser verdaderamente cuantificado.  

La reciente violencia contra el Islam ha sido reivindicada por el grupo budista denominado 969 que reclama un purismo religioso en Birmania a expensas de la minoría musulmana (4%). Algunos diarios de la zona como el Asian TimesThe Strait Times no han dudado en calificar a dicho movimiento como representante de un nazismo budista, aunque su nombre sugiera un absurdo.

Entretanto, el gobierno reformista del ex militar Thein Sein ha preferido abstenerse de neutralizar los ataques budistas contra la población musulmana. La campaña contra esta minoría es sistemática y no ha despertado el rechazo generalizado, ni del gobierno de Naypyidaw (capital birmana desde 2005 en reemplazo de Rangún), ni de la comunidad internacional como sería de esperar.

Lo que es peor: la activista pro derechos humanos y referente de la democracia y transición birmana, Aung San Suu Kyi ha preferido callar, antes que denunciar abiertamente la violencia budista. Esto en aras de no comprometer su popularidad con miras a las elecciones de 2015. Señal clara de incoherencia y de un populismo injustificable. Su compromiso en ascenso con el régimen, pone en duda sus convicciones con la democracia que por esencia debe proteger y garantizar los derechos de las minorías, especialmente en contextos como el birmano donde abundan los fraccionamientos.  

La comunidad internacional y la región desempeñan un papel clave en una región azotada históricamente por la violencia inter-religiosa y una peligrosa tendencia a la desintegración. El éxito de la transición birmana depende de la convicción democrática de quienes hoy callan frente a la violencia en contra de los musulmanes. Tamaña contradicción, que muestra la complejidad de dicho proceso.   

 

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