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Hoy, cuando las palabras escritas se nos aparecen hasta en la sopa de letras, quizás vivamos leyendo todo el día sin darnos cuenta. Basta mirar hacia cualquier punto para chocar con avisos, vallas, letreros, placas, pancartas, etc., como si la ciudad estuviera cimentada, no con ladrillos, sino con palabras. Nuestro mundo es demasiado logocéntrico. Aunque lamentarlos es inútil porque no hay otra forma de hacerlo sino con más palabras. Por eso debemos gozarlo y  para ello hay que saber cómo leer. Creo encontrar algunos consejos en un librito de bolsillo titulado La experiencia literaria, muy asequible en todas las librerías, donde el gran ensayista Alfonso Reyes planteó jerarquías de lectores según la mayor o menor agilidad con que los oídos o los ojos comunican el mensaje al espíritu; según que seamos impacientes o dóciles ante nuestra momentánea entrega al pensamiento ajeno. Verdad amarga que el deleite de leer, disminuye conforme sube la categoría de los lectores. Veamos cuatro clases de lectores (y al que le caiga el guante que se lo chante).

1. La del hombre humilde que lee con placer y se queda con la sustancia, con el asunto y con las mejores palabras: nada más. Puesto a la prueba del recuerdo, sólo ha conservado las esencias. Prescinde del nombre del libro y del nombre del autor. Disfruta recitando: “inclinado en las tardes tiro mis tristes redes a tus ojos oceánicos.” No necesita reparar en Pablo Neruda, ni en Veinte Poemas de amor. Va contra el espíritu de la pesadez. Aquí la lectura labra tanto dentro de ti, que toda tu vida espiritual se impregna de ella y se modifica según ella.
2. Luego aparece la categoría del lector de medio pelo, el que se fija en detalles inútiles que desgastan el disfrute. Se parece al bachiller mediocre que va por el museo, no mirando los cuadros, sino la placa escrita debajo de ellos. Lo que le interesa es cumplir con la tarea, no más. Creación paradójica de la enseñanza cursada obligatoriamente y de mala gana.
3. He aquí el lector semiculto, el pedante con lecturas, el del complejo de inferioridad, el resentido, el que pudo haber sido y no fue. Ese se acuerda de autores, no de libros. Él cita algo de “Borges”, se ufana de ejemplificar con un “García Márquez”, pero nunca los ha leído. Se acuerda de las irreverencias de un “Cortázar”, pero no sabe de qué se trata Rayuela. Es como un eunuco, condenado a vagar entre libros, entre mujeres hermosas que no disfruta.
4. Por último, viene el lector que ya no es lector sino un mal bibliófilo: el que sólo aprecia en los libros el nombre del editor, la fecha de la impresión, el formato, el color de la carátula, etc. Quizás se salva por su encantadora atención a los libros. Pero ya vemos en que paró: un día se deshizo de ellos. Era el fetichismo a las cosas placenteras.

Para saber leer hay que llegar al libro o a la pantalla sin ser sentidos. Hay que acallar previamente todos los ruidos parásitos que traemos de la calle, negocios y afanes, y hasta el ansia excesiva de información. Tal vez en saber cómo leer se hunda el misterio de la inteligencia humana.

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