Ingresa o regístrate acá para seguir este blog.
Ahora que el mundo en sus entrañas ha recobrado el equilibrio; ahora que los periodistas sin tema, los columnistas de opinión a sueldo, los vallenateros sin parranda, los editores jugosos de más ganancias, las muchedumbres de Facebook y Twitter, los académicos de medio mundo ya parecen agotados y están pasando a otro tema de conversación o “análisis”, luego de la más espléndida ocasión funeraria que registren los anales de nuestra historia literaria; ahora que sus cenizas fueron veladas en el Palacio de Bellas Artes de México (donde la “Cultura” pretende erguirse en Catedral y hacer las veces de Religión), y que es imposible no oír su nombre o toparse con alguna insignia suya o mariposas amarillas en cualquier recinto cultural, ahora es la hora de prender un lámpara y empezar a criticarlo.
He releído El coronel no tiene quien le escriba (publicado por primera vez en la revista Mito de Bogotá en 1957), señalando ciertos detalles y comparaciones con otras lecturas. Por ejemplo, en la página 36 (Editorial Diana, México, 1998), leo lo siguiente:
“–Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y un revólver –dijo el médico, riendo sobre el periódico–. No entienden el problema”.
Y lo comparo con este pasaje de Alfonso Reyes en Cartones de Madrid:
“Heine, a la entrada de España se encontró un día con la Locura. La Locura era un mendigo viejo, que estaba en un puente del Norte. ¿Qué hacía, con una guitarra entre las manos? Cantar y toser, como España.” (Obras completas II, FCE, p. 64).
   Una gran laguna en García Márquez: España. Como otra en su discurso del Premio Nobel de 1982, “La soledad de América Latina”, en que acusó a la dictadura de Pinochet en Chile, vale, pero nada dijo de la de Castro en Cuba. Subrayo en mi relectura de El coronel… un escena genial. El viejo coronel (acaso imagen de su abuelo Márquez, que lo crió en Aracataca) “vio de cerca, por primera vez en su vida, al hombre que disparó contra su hijo. Estaba exactamente contra él con el cañón del fusil apuntando contra su vientre. Era pequeño, aindiado, de piel curtida, y exhalaba un tufo infantil. El coronel apretó los dientes y apartó suavemente la punta de los dedos del cañón del fusil.
   – Permiso –dijo. Se enfrentó a unos pequeños y redondos ojos de murciélago. En un instante se sintió tragado por esos ojos, triturado, digerido e inmediatamente expulsado.
     – Pase usted, coronel.” (p. 83).
¡Qué escena! ¡Qué economía, qué síntesis! Qué escisión narrativa, como dijo Nacho Sánchez Prado en su artículo de LetrasLibres.
Pero luego intento releer El otoño del patriarca (1976), y aunque Alejandro Rossi la haya considerado una novela excesivamente compacta, sin aire, sin zonas muertas, donde nunca sentimos que la realidad rebasa al novelista, la verdad –la neta como dicen en México– quedo saturado de tanto aleteo de gallinazo, de tanta vaca en los balcones, de tanto regodeo en la crueldad del dictador tropical –como si el autor sintiera cierta felicidad o complacencia: ¿no fue amigo de todos los presidentes de Colombia y de México y de España y de Torrijos en Panamá y de Castro en Cuba, etcétera–.Si de esa técnica literaria se trata, respirar a punta de las comas sin muchos puntos seguidos, prefiero aquel capítulo delUlises de Joyce o, en fin, La tejedora… de Espinosa: lecturas de más belleza y de más bondad, de más vigor femenino si se quiere. A él le hizo falta un personaje femenino fuerte: Fermina Daza da lástima; y salvo Úrsula, que al buscar a su hijo mayor establece el primer contacto de Macondo con el mundo, ninguna de sus mujeres se mide a las reales de nuestro tiempo.

Llegué hasta la mitad en mi releectura Del amor y otros demonios (1994), movido por el preludio memorioso en homenaje a su maestro Clemente Manuel Zabala, jefe de redacción del diario El Universal de Cartagena de Indias, donde él hizo sus primeras letras de reportero en la década de 1950. Quedé exhausto de la esclavista Bernarda Cabrera y de la cursi dilatación de Sierva María de Todos los Ángeles y de ciertas metáforas e imágenes recurrentes.
–¿Y ya volviste a leer Cien años de soledad? – me preguntan. – Ya – respondo sin ganas. Y agrego que resulta alarmante compararla, como pretende la oligarquía latinoamericana, con el Quijote. ¡Por Dios¡ ¡Pardiez, señor don Quijote!
 Por cierto que tengo a Cervantes como nuestro primer novelista del Caribe, a juzgar por su personaje Felipo de Carrizales de El celoso extremeño (1613). Es un indiano esclavista en Cartagena de Indias que regresa a Sevilla viejo y enloquecido, secuestrando a una quinceañera como Sierva María de Todos los Ángeles o como la Delgadina de los romances –personaje de Memoria de mis putas tristes–, sin reparar en la astucia andaluza de un guitarrista loco como la España de Heine.
–¿Y cuándo vas a releer El amor en los tiempos del cólera y El general en su laberinto? – me preguntan. – Creo que ya nunca –respondo–: una es muy cursi (tanto más después de la canción de Shakira –Shakira: otro invento de él, como se dio cuenta mi amigo Samuel Serrano); y la otra novela sobre Bolívar es muy superficial, muy falsa. Ya  analicé bastante la obra de don Gabo desde el primer cuento «La tercera resignación» hasta El otoño… y es capítulo central en mi Breve historia de la narrativa colombiana. Tal vez me gustaría explorar, para después, cómo es que operan en él los laberintos y las paradojas de Kafka.
Por ahora me pongo leer otra cosa. Y leo en El francotirador paciente (Alfaguara, 2013) de Pérez-Reverte: “El poder siempre intenta domesticar lo que no puede controlar.” (p. 81).
En efecto: estas dos primeras semanas la prensa, la radio y los noticieros de televisión de medio mundo parecen felices de que se haya muerto. Y los mediocres de nuestro tiempo, tras saturarse de notas y alusiones y fotografías del muerto ilustre, duermen en paz.
 “¿Pero acaso no era lo que él quería?”
Residía la mayor parte del año al sur de la Ciudad de México y hacia él se dirigían múltiples personas poderosas. Atraía el poder y se sentía a gusto entre el poder. Reparan algunos críticos en lo volátil de su carácter, y quisieran exigirle una rigidez poco conforme con su oficio de novelista satírico. Escritor popular, él tuvo que contentar a todos. Dio folclor al folclorista; cursilería al cursi; izquierdismo al izquierdista; intelectualismo al intelectual. A todos pareció dejar contento.
Pero la literatura –la humanidad– avanza con la protesta, con la crítica, con la relectura.

Compartir post