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La novela Werther (1774), que tantos suicidios provocó entre los jóvenes alemanes, Goethe la escribió justamente para lo contrario, para librarse de la obsesión del suicidio. Pero aquellos de sus amigos  a quienes la lectura del libro arrastró a la muerte se contaminaron con el virus que el poeta había expulsado de sí.

El asco a la vida por «exceso de trabajo» (workaholic) es común achacárselo al pueblo germano y anglosajón. Los nórdicos, decían los latinos desde el Imperio Romano, carecen de matices. Trabajan en una sola cosa (así sea en pulir la punta de un alfiler) y se dan todo a ella. Sin distraerse. Los largos inviernos dejan un ejército de esqueleto de árboles a a lo largo de la via del tren, y cualquier pasajero (todo entra por los ojos) se deprime. Un  verde semimuerto apenas brota en primavera, y se expande por las largas llanuras desde el Rin hasta Rusia en los montes Urales.

Pero es también Alemania, dicho sea de paso, el país con menor tasa de homicidios. Con Mayor seguridad. Donde el hombre menos se mata entre sí. Preguntémonos que rara paradoja ha permitido, ya no el suicidio del copiloto, sino su masacre.

No sólo la especie humana. También ciertas ballenas, ciertos elefantes dan en suicidarse; las ratas, cuando el barco se hunde, se avientan al mar, y algunos alacranes se inmolan en el fuego.

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