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Samuel Serrano (Ciénaga, Magdalena, 1963), un gran poeta colombiano residente en Madrid y nacionalizado español, cuya escritura está afilada y agudizada, me ha enviado este texto sobre el reciente triunfo del ciclista Egan Bernal a quien asocia, como veremos, con un texto canónico de la narrativa colombiana.

Egan Bernal y Cien años de soledad

Por Samuel Serrano  (especial para El Tiempo)

Aunque un escritor y un deportista se encuentran en las antípodas, hay una curiosa relación entre García Márquez y el  joven ciclista colombiano Egan Bernal, ganador del Tour de Francia. Y digo «curiosa» porque basta con escarbar un poco para que salte a la vista.

Para empezar, Egan Bernal nació en Bogotá proviene de una familia de Zipaquirá. Esta última es una lluviosa y fría ciudad de provincia encaramada en el altiplano cundiboyacense, en la que más de medio siglo antes de su nacimiento había recalado, desde Aracataca, García Márquez para cursar su último año de bachillerato. Es cierto que la ciudad representó para ambos experiencias bien distintas, pero no cabe duda de que influyó de manera decisiva en la imaginación del escritor para forjar su universo macondiano y en el físico del ciclista para moldear su talla de gran atleta. Zipaquirá fue un recinto recoleto, un lugar de destierro y aislamiento para García Márquez, y en Cien años de soledad aparece como un páramo lúgubre , por donde pasa Aureliano Segundo, el abuelo perdulario del último de los Buendía, en busca de Fernanda del Carpio, la mujer más bella y melindrosa del mundo.

En cambio, para Egan Bernal, el joven ciclista que nacería medio siglo después, cuando las carreteras habían hecho perder al pueblo su carácter retirado y hasta el clima había cambiado a causa del calentamiento global, Zipaquirá representó un espacio de libertad, un lugar cargado de salutíferas sales minerales donde correr y pedalear y, sobre todo, respirar el aire puro de las montañas,  fortaleció su corazón y ensanchó sus pulmones hasta convertirlo en la caja torácica del portentoso ciclista que es en estos momentos.

Luego están los colores, el amarillo que en García Márquez tiñe las alas de las mariposas que anuncian a Meme la llegada de Mauricio Babilonia y que a Bernal lo hacen soñar en la etapa trunca de Montée de Tignes en que recibe el mallot de líder con la posibilidad de ser el primer ciclista colombiano en ganar el tour de Francia, es decir en obtener el equivalente al premio Nobel del ciclismo que para tantos pedalistas colombianos había resultado esquivo. Y finalmente están los números, pues si bien los escarabajos colombianos habían intentado obtener este título durante los últimos cincuenta años, la espera para los aficionados había sido tan dilatada que parecía un siglo, cien años de soledad, de esfuerzos frustrados, de anhelos truncos, de soportar declaraciones infamantes y a veces racistas como las del amargo Laurent Fignon que trató de desvirtuar en sus memorias los triunfos augurales de Lucho Herrera. Esta larga espera vino a terminar el pasado 28 de julio con las pedaladas de Egan Bernal, fecha que de ningún modo es inocente, pues si la leemos de manera inversa, coincide con el año 82 en que García Márquez viajó a Estocolmo a recibir el Nobel.

La saga de los Buendía está llena de avatares y sucesos extraordinarios que muchos recordamos y que no es necesario enumerar; el triunfo de Egan Bernal está igualmente jalonado por acontecimientos azarosos que se unieron en su favor para permitirle alzarse con el título de ganador del tour de Francia: los accidentes de Tom Dumoulin y de su jefe de filas, Chris Froome, que dejaron a estos gigantes fuera de concurso antes de empezar la competencia; el retiro entre lágrimas de Thibaut Pinot en las etapas decisivas de Los Alpes; la insólita suspensión de la etapa 19 cuando Egan marchaba escapado en solitario y todos esperábamos verlo levantar los brazos al cruzar la meta. Pero nada de esto debería sorprendernos, pues cuando para bien o para mal surge un personaje fuera de lo común, suceden igualmente en el universo acontecimientos extraordinarios; recordemos el poema «Tamerlán» de Borges: «Cuando nací, cayó del firmamento una espada con signos talismánicos». De esta manera, es natural que el cielo se abra, que se derrumbe la montaña, que nieve en pleno verano, que la tour Eiffel se vista con los colores del pabellón colombiano, que se suspenda por primera vez en los tiempos modernos una etapa del tour de Francia.

Pero existe una relación oculta, solapada, entre el escritor y el deportista, que resulta más difícil de captar a simple vista: es la identificación de aquel con Aureliano Babilonia, el último de la estirpe de los Buendía que consigue descifrar por fin los manuscritos de Melquíades.

Imaginamos entonces a Egan cuando realizaba el circuito final por París: entre la algarabía del público que lo ovacionaba entusiasmado, pudo empezar a escuchar el sonido de las pedaladas y las bielas de tantos ciclistas colombianos que lo habían precedido en su gesta: las de Ramón Hoyos, que viaja por primera vez en barco desde Cartagena a Marsella en 1953 para participar en el tour de Francia, y afronta todo tipo de calamidades, de trabajos que García Márquez relata en la espléndida crónica de catorce entregas publicada por El Epectador en 1955;  las de Cochise Rodríguez. que retoma el testigo en 1975; las de Lucho Herrera, que gana por primera vez la vuelta a España en 1987; las de Fabio Parra, que se sube por primera vez al tercer peldaño del pódium en la grand boucle en 1988;  ya en el siglo XXI, las de Nairo Quintana y Rigoberto Urán, que reviven la esperanza colombiana y suben otro peldaño en el 2013, 2015 y 2017; y , finalmente,  sus propias bielas, que están a punto de alcanzar un sueño perseguido durante décadas: siente ganas de llorar.

Coronarse como campeón del tour de Francia no ha sido una gesta individual sino colectiva, una lucha forjada por el pueblo y por los valientes hijos de los campesinos, que son la gente más sufrida de la nación; una gesta que llena de orgullo, satisfacción y optimismo a todo un pueblo y permanecerá por siempre en la memoria de los que hemos tenido el privilegio de seguirla. Comprendemos entonces que escritores tan lúcidos como Héctor Abad Faciolince se sientan conmovidos y la interpreten como un augurio de reconciliación nacional. Pero sabemos que el reino de la literatura, como el deportivo,  no pertenecen a este mundo, sino al de la fantasía, al de la imaginación, al de los sueños de los que tenemos la fortuna de sumergirnos en una gran novela como si entráramos en otra dimensión,  o seguimos ilusionados cada año los avatares del ciclismo como si fuera una competencia en la que estuviera en juego nuestra propia vida.

 

 

Samuel Serrano

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