Cada día se desnuda más el culto atroz al Señor, al patrón, al capo, al jefe, al presidente tutelar y populista que un mal día embistió a la sociedad -violándola- y que, pasado el primer orgasmo, de nada han servido forcejeos en busca de la liberación. La fuerza bruta aún enloquece a unos, asesina a otros y controla a la mayoría.
¿Por qué meditamos sobre esto? Por un poema de Samuel Serrano, un gran poeta colombiano residente en Madrid y nacionalizado español, que hace muchos años ha recalado a este lado del mundo, contento, pues se siente un poco a salvo en una sociedad con mejor calidad de vida. El principal combate de la poesía -de una sociedad- debería ser contra sus monstruos, contra los monstruos del autoritarismo. Samuel los ve disimulados en la figura desproporcionada de ese culto al Señor, al patrón, al jefe, al comandante, al lobo de la manada. Leámoslo en voz alta:
«Cuántas sanas razones y elocuentes motivos
existen en verdad para alabar al padre:
su hocico puntiagudo que ventea los caminos,
sus ojos siempre alerta que opacan las estrellas,
su vientre de onocrótalo que sangra en nuestra mesa,
sus alardes de pavo ahuecado y obsceno.
Elevadas razones e imponentes motivos
que confieren al padre dignidad y respeto
por su mano que siega y renueva la hierba
y su presteza en fin en desatarse el cinto».
Todos los tiranos podrían explicarse a la luz de este poema, incluidos ciertos democráticos mandatarios junto con sus pares, los revolucionarios armados. Muy pocos poetas colombianos están escribiendo con el tono de Samuel Serrano (1963), cuyos sentidos interiores están afilados y agudizados, como dice en el prólogo Adolfo Castañón.
Una poesía donde cada línea se desliza nerviosa, jadeante, incandescente como un bola de fuego en la obscuridad: forma de una flor, rosa fundida. Samuel Serrano quiere expresar la violencia del mundo y se vuelve simbólico. Y habla de geografías imaginarias (de esa isla que todos llevamos dentro el alma) o evoca al Magno Alejandro en la Grecia helénica o, bien, me parece, al Caribe colombiano con sus islas coralinas que en la noche se dejan ver como el lomo de animales prehistóricos u monstruos secretos.
El monstruo marino es otro símbolo que navega los poemas que inician su libro «El hacha de piedra» (Madrid, 2008). «La mirada del monstruo» es la muerte que ronda. Samuel la hombrea (de volverla hombre y también de enfrentarla)… La ve como «el paciente esqueleto con guadaña / que se aposta a la diestra del enfermo», o «cambiando presencia como el viento o las olas… observando nuestro errar por la tierra, / nuestra fuga sin rumbo».
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