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El-sueño-del-celta-de-Mario-Vargas-Llosa

En la última novela de Vargas Llosa, cuyo lanzamiento coincidió con su premio Nobel, se desprende una imagen borrosa del papel que jugó Colombia en el holocausto de la Casa Arana del Perú contra los indígenas del Putumayo. El narrador omnisciente nunca aclara que la orilla izquierda del río Putumayo, por donde navega pesadamente la comitiva británica del agente Roger Casement, pertenecía y pertenece a Colombia. Tampoco menciona las escaramuzas bélicas que provocó la invasión peruana en 1911 al puerto colombiano de La Pedrera en el río Caquetá. 

No era para menos. El aluvión de datos históricos obliga a dejar imprecisiones. Y aquella teoría de la «novela total» que el propio Vargas Llosa formuló alguna vez se vuelve, en la práctica, fragmentaria o ilusoria. Con todo Vargas Llosa lo intenta. Y así la primera parte de El sueño del celta empieza siendo densa por el ambiente esclavista del Congo en que se mueve este joven irlandés, Roger Casement, sin saber muy bien de qué se trata el colonialismo: si de extender la civilización europea o si de acabar con las nativas. La segunda parte pasa en el Amazonas y no puede ser más enmarañada, agobiante y espesa. Casement  ya no es el joven aventurero sino un gentleman irlandés prematuramente encanecido, quemado y rojizo por el sol y los mosquitos mientras remonta el río Putumayo para ratificar las denuncias del abogado peruano Benjamín Saldaña contra el cauchero también peruano Julio César Arana. Hay una alianza diabólica entre los terratenientes criollos y el colonialismo europeo que tortura y extermina a los más débiles, los indígenas. 
La narración de El sueño del celta trepida, salta del Congo al Amazonas y de allí a una cárcel en el Londres de 1916, donde Casement ya es un ex funcionario de la Foreign Office y está acusado por conspirar con el ejército alemán en plena guerra mundial para favorecer, ingenuamente, a los nacionalistas irlandeses que desean separarse a toda costa de Inglaterra. Averiguar qué motivos íntimos llevaron a Casement a traicionar al imperio británico es, en el fondo, lo que más inquieta a Vargas Llosa. ¡Pero si Casement ya era un aristócrata inglés!, nos dice. ¿Por qué le dio por recobrar un ilusorio pasado celta en Irlanda y por querer diferenciarse de Inglaterra al punto de regar las semillas para el grupo terrorista IRA? Vargas Llosa sugiere una respuesta en su frustrado homosexualismo que lo hizo siempre sentirse víctima; culpa a todo nacionalismo de cegar la realidad de las cosas y acusa en general a los defensores de derechos humanos por ser, en ocasiones, fanáticos de su propia causa. Roger Casement no puede ser más cuestionado en esta novela, sí, por ingenuo, por practicar un «izquierdismo» atolondrado, por ignorar que las buenas intenciones conducen al infierno, por ser el «perfecto idiota»  (no ya latinoamericano sino europeo) defensor de los más débiles. Vargas Llosa es, políticamente, demasiado incorrecto. ¿O correcto? ¡Averígüelo Vargas!
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Sebastián Pineda Buitrago

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