Tres de los principales escritores vivos de Colombia, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis y Fernando Vallejo, residen o residieron y habitan o habitaron en México desde hace varias décadas. Cien años de soledad (1967), la novela colombiana más famosa del mundo, se escribió en un apartamento de la colonia Cuauhtémoc o Anzures, cerca al centro de la Ciudad de México, y luego en una casa de la colonia San Ángel de la misma ciudad. José Emilio Pacheco, entonces un escritor en ciernes, ayudó a al colombiano a documentarse en historia judía.
No se escapa de la influencia mexicana otra de las grandes novelas colombianas -quizá la más densa o intensamente colombiana-, La vorágine (1924). En efecto, José Eustasio Rivera había viajado a México en 1921 en misión diplomática y muy seguramente contempló el naciente muralismo que llevaba a cabo Diego Rivera. A pesar de que ninguno de sus biógrafos se ha detenido en su viaje a México y sus críticos poco hacen esta asociación con el muralismo, La vorágine de José Eustasio Rivera es un gran mural de la nacionalidad colombiana. Un mural perturbador.
Resulta alarmante el constante transitar de los escritores colombianos por el mundo. Tienen como una constante «desazón suprema», por decirlo con un término del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob que también vivió y murió en México. Es que a diferencia de México, un país que ha hecho su cultura como política de Estado en pos de defenderse del imperialismo estadounidense, el gobierno colombiano no tiene ninguna de esas políticas como no sea vender al mejor postor sus recursos mineros y dejar que se fuguen sus cerebros. Barba Jacob anduvo por casi toda Latinoamérica durante la primera mitad del siglo XX. Y en su poema «Futuro» dijo su autobiografía: «vagó, sensual y triste, por islas de su América / en un pinar de Honduras vigorizó el aliento; / la tierra mexicana le dio su rebeldía, / su libertad, sus ímpetus… Y era una llama al viento».
Colombia suele producir algunos de los escritores más contestatarios y rebeldes y groseros: Vargas Vila, Fernando González, Fernando Vallejo… Todos pensadores a medias, ahogados a menudo en sus propias reflexiones, saturados, empalagados de su propia lucidez. No hay un pensador sereno y robusto como Alfonso Reyes. No. Baldomero Sanín Cano se quedó en libros muy sucintos. Hasta Nicolás Gómez Dávila, el de los Escolios, es rabioso y cascarrabias. Germán Arciniegas demasiado gracioso para tomárselo en serio. Acaso la razón sea geográfica. No hay un Valle del Anáhuac sino, al decir de Reyes, «anarquía vital»: chorros de verdura por las rampas de la montaña; nudos ciegos de las lianas; toldos de platanares; sombra engañadora de árboles que adormecen y roban las fuerzas de pensar. «En estos derroches de fuego y sueño –poesía de hamaca y de abanico– nos superan seguramente otras regiones meridionales [Colombia o Venezuela]. Lo nuestro, lo de Anáhuac, es cosa mejor y más tónica. Al menos, para los que gusten de tener a toda hora alerta la voluntad y el pensamiento claro». ¿De ahí que se hayan ido García Márquez, Mutis, Vallejo, Marco Tulio Aguilera Garramuño, Laura Restrepo y quién sabe cuántos más a tratar de pensar mejor -escribir más claro- en el Valle del Anáhuac? Lo dudamos en unos; es evidente en otros. Pero no hay que culpar al medio por nuestras incapacidades cerebrales.
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