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Tambaleo cierta noche helada por la carrilera del tren de la Sabana. Borracho. Pero más borrachinas están esas tablas mal puestas, podridas, sobre las que hace más de ochenta años se apoyan rieles idénticos, y aun mucho más lerdo tambalea este país que dejó oxidar sus ferrocarriles nacionales. En la mañana me despierta un ronquido de vieja maquinaria, y por la ventana de mi habitación veo pasar el tren más ridículo de cuantos todavía tosen en el mundo, cuyos avisos chillones descomponen mis nervios oculares y acrecientan mi guayabo. Cierro la ventana: su humo negruzco pasa lamiendo la fachada de los edificios paralelos a la avenida Novena. El tren-payaso se pierde en los confines de la ciudad. Allá adentro, sentado, debe ir todavía el joven EDUARDO ZALAMEA BORDA. Retrocedo en el tiempo hasta 1923, cuando la Estación Usaquén era la puerta a la tierra caliente. Zalamea Borda va en el vagón de primera clase, solitario, hacia La Guajira. En los demás asientos se besuquean parejas de recién casados. Y él es virgen: nunca ha probado mujer. El tren zigzaguea por colinas redondas, torneadas y voluptuosas. Se dilatan las aletas de su nariz ante el flujo caliente del río Magdalena. Presiente el mar, lo único grande que existe en el mundo.

Camina por el Muelle de los Pegasos, donde se apiñaba el antiguo mercado de Cartagena, y ese mar sucio, lleno de cáscaras, lo siente "desprestigiado". Paradojas de cómo un país con dos océanos le da la espalda al mar. Bebe, bebe para entender la luz vertical del Caribe, tan distinta a la matizada luz del altiplano bogotano, donde los carros transitan por encima de las nubes. discurre por las calles de Cartagena: Calle de las Ventanas de Hierro, Calle de los Santos de Piedra, Callejón de los Estribos… Dobla cierta noche por la Calle de la Media Luna escurriéndose entre las prostitutas agrias, impregnándose de las fritangas de pescado, chorizo, plátano. “Tú pareces cachaco… por el hablado”, le dice algún amigo guiándolo en el sopor de su borrachera. Al otro día no para de vomitar en el barco del capitán holandés que lo lleva a las salinas de Bahíahonda. Dizque en calidad de inspector del gobierno, pero lo cierto es que va a cambiar la concepción de la novela colombiana. Antes de él se hacía fundamentalmente literatura de montaña, de altiplano, a ratos de selva, a ratos de viajes a Europa. Pero esta vez él pone los cinco sentidos en el mar. Hasta busca arquitecturas en los vientos y en las nubes de los desiertos arenosos de La Guajira. Se enloquece con Meme que lo inicia en el sexo. Al despertarse abrazado a ella, untados de arena salada y de almizcle, besa su boca llena de jugo “como si en ella hubiera caído el zumo de las estériles estrellas que murieron en la mañana”. Después de cuatro años debe retornar al mundo administrativo de la capital, a dar informes. ¿Pero cómo contar esa experiencia en La Guajira? Un informe es inútil. Prueba con su único poema: “Bahíahonda, puerto guajiro”
 
“Se entraba el nordeste en los oídos
Arenoso y salvaje,
con su perfume de iodo.
Se tambaleaban las hamacas
Henchidas de suspiros
y de besos que se deformaban…
 
Luego intenta con una crónica: “Memorias de Uchí Siechi Kuhmare”. Hasta llegar a la novela como tal: “4 años a bordo de mí mismo” (1934). Quiere intentar otras novelas, pero la suerte lo esquiva. Los manuscritos originales de “La cuarta batería” se le queman en el incendio de “El Espectador”. Sólo algunos capítulos se salvan (recientemente la editorial Villegas ha elaborado una edición más o menos cuidadosa, pero al leerlos son sólo experimentos mal habidos de los monólogos del “Ulyses” de Joyce). En “Los Davidson”, coquetea con volver sobre la temática guajira, pero apenas escribió un capítulo que publicó en la Revista de Indias (1942). Ahora bien, si no vuelve a ser capaz de concebir una novela total, sí logra brillar en lo breve, en sus columnas de “El Espectador”. Giros, prosas perfectas. Los columnistas de hoy, comparados con él, parecen atacados por el mal de sambito: escriben sin prosa, descontroladamente como si tuvieran diarrea intelectual. A su oficina le llega un día de 1947 los manuscritos de un cuento fantástico: “La tercera resignación”. Lo saca en el magacín literario, anotando al margen el futuro brillante que le espera al joven autor: Gabriel García Márquez. Es generoso, pero también es tipo complicado, colombiano. Refiere Germán Espinosa que una vez el Círculo de Periodistas de Bogotá convocó a un almuerzo en homenaje del famoso boxeador argentino Luis Ángel Firpo. Y Zalamea Borda apareció en estado absoluto de embriaguez, avanzó hasta él y le propinó una trompada atroz en plena cara. Firpo no reaccionó, pues tenía prohibida la mano, como pasa con los boxeadores. Zalamea Borda fue retirado por sus amigos periodistas,  riéndose de su atrevimiento, malévolo, desparpajado. Así era su arte.      

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