Abro la nueva edición de «Literatura y sociedad «–reeditada por la Universidad de los Andes– de Hernando Téllez, y me encuentro con un ensayo titulado “El gran miedo”.
No puede ser más actual: el «Gran Miedo Contemporáneo» consiste ante todo en temer “nadar contra la corriente” y en ir contra el mainstream. Leyendo este ensayo de 1956 uno se alarma porque nunca había escaseado tanto la crítica entre nosotros. La que hay se conforma con el amiguismo y es demasiado autorreferencial: “cada obra entraña su propia crítica”, leí por ahí. Nada más ególatra. Para Téllez, en cambio, la crítica a una obra necesita alimentarse de muchas otras fuentes: filosofía, sociología, economía, historia, ante todo de historia.
¿Qué hubiera pensado Hernando Téllez del posconflicto?, me pregunté después del conversatorio con Juan Carlos Rueda Azcuénaga, el pasado 23 de septiembre de 2015 en la Librería Lerner del centro de Bogotá. Y al otro día andando por El Dorado, camino al aeropuerto, lo discutía con unos amigos del posconflicto.
Téllez sospecharía mucho del posconflicto, les dije. Si ya al final de la Segunda Guerra Mundial había advertido el colapso de la sociedad crítica en su ensayo “El gran miedo”, ahora, ad portas del fin de la guerra de guerrillas en Colombia, Téllez se alarmaría de algo parecido.
Téllez diría que ninguna paz es nacional. No puede haber paz en Colombia si en Venezuela explota en cualquier momento un golpe de Estado. Reducir la paz a las fronteras nacionales es un acto de egoísmo (muy propio del liberalismo ramplón): cada uno en su casa, mientras el mal, el diablo, campea a sus anchas fuera de nuestras fronteras.
Típico egoísmo estadounidense: que se maten todos en Ciudad Juárez, Chihuahua, mientras nada pase en El Paso, Texas. Que las universidades privadas del centro de Bogotá cobren matrículas astronómicas, mientras La Candelaria se cae a pedazos (la Biblioteca Luis Ángel Arango es lo poco que saca la cara; lo poco que impide que la clase media bogotana sea más marginal).
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Pero a ver –me reprochaba el amigo obsesionado con la Memoria Histórica –: por algo hay que empezar. Se trata de firmar la paz con las FARC, para terminar de una vez por todas con esta guerra que nos lleva desangrando durante más de 60 años, desde El Bogotazo el 9 de abril de 1948.
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¡Qué fácil hacer de una masacre un acto fundacional! Como si la violencia tuviera un principio y un fin. Teleológica. ¡Como si solo existiera la violencia política!
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Para que entienda y no critique, sí, mire – me insiste alguien más que se presenta como “violentólogo”: –usted no ha sido propiamente víctima ni ha sabido del campesino desplazado por el enfrentamiento entre el ejército, paramilitares y guerrilla. De lo que se trata ahora es del perdón y de la reconciliación de las víctimas del conflicto armado. Reparación de las víctimas, ¿oyó?
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El perdón y la reconciliación son conceptos bíblicos – digo. – Se encarnan en la figura de Jesucristo. ¿Cómo pueden hablar de perdón y reconciliación sin ninguna referencia al cristianismo? “Mi paz os dejo mi paz os doy”, dijo Jesucristo. “La paz esté contigo”, dicen los católicos al acabarse la eucaristía. Pero, ¿al salir de la Iglesia…?
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Uich, este ya nos salió como el Procurador – se burlan.
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No – interviene otro amigo crítico. – El Procurador procura enterrar la seriedad del catolicismo. No hay que hacerle caso. Como tampoco a la jerga demasiado académica de universitarios que se refocilan hablando de víctimas, perdón y reconciliación. Cuidado con secularizar –violentar– conceptos religiosos en el plano de la política. Negar en el hombre su dimensión metafísica, trascendente, religiosa, y alimentarlo sólo de “recreación y deporte” –de posconflicto– es someterlo al despotismo ilustrado.
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Sea como sea: el posconflicto es la mejor opción. ¿O quiere más bala y plomo como el presidente anterior?
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Ni la política del anterior ni la de éste. “No servir a señor que pueda morir. No seguir la opinión. Precederla. Fabricarla”, decía Eugenio D’Ors. Hay que ser siempre crítico del poder, cualquiera que sea.
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Pero es que hay que pactar con el poder de los violentos: es la única forma de alcanzar la paz en Colombia.
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Toda paz se compra con vilezas, dijo Gómez Dávila.
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Pues aguántese las vilezas – me espeta el contertulio más gobiernista, el de la Memoria Histórica. Ya que anda muy literario, recuerde a la Celestina: «Sin lid u ofensión ninguna cosa engendró Natura, madre de todo».
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Mejor la de Dante –le digo–: “El mundo no conocerá la paz hasta que el imperio romano esté reconstituido”. Es decir: hasta que dejemos de pensarnos como países autónomos, autorreferenciales, aislados.
El «posconflicto» implica un después del disenso y, por tanto, ya no habrá discusiones. En suma, estaremos en un país, ahora sí, feliz, porque la paz será asumida como la ausencia de debates. Qué mal que nos irá si ya no hay conflictos. Deberíamos preguntarnos si lo que se busca es que, al menos, no se expresen las diferencias con puñaladas o balazos. Muy terrible un futuro sin conflictos: un futuro feliz
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Muy buen comentario. Gracias.
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Que tristeza si eso es lo que piensa de la paz y por supuesto que importan los demas pero uno debe empezar con uno mismo, igual me parece una buena reflexion lastima que la enfoque negativamente, fgirmar el acuerdo noes la paz pero si un inicio.
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