El Papa Francisco visitará México, la frontera religiosa entre el catolicismo y el protestantismo.
No es una exageración. La “modernidad” del Primer Mundo consiste en una lucha sin cuartel contra el catolicismo. A diferencia de la Independencia de México e Hispanoamérica, la de las trece colonias puritanas y calvinistas de Norteamérica no tuvo que enfrentarse a la Iglesia. El protestantismo ya lo había hecho.
Desde 1517 –dentro de un año se cumplirán 500 años– el monje Lutero rompió con el Papa. Luteranos y calvinistas eliminaron de varios puntos de Europa el culto a Nuestra Señora. Sin el «mito» de la virginidad, la ética protestante influyó notablemente en el aumento de las cifras de población. Inyectó, a través de una teología diluida, la fe en el progreso. En vez de tener obispos y un Papa, el luteranismo inventó una «religión civil» al servicio de presidentes, ministros y «jefes». Y el calvinismo cifró la salvación, en lugar de la confesión de los pecados, en el trabajo constante y sin descanso.
En esta sociedad de esclavos ya muy pocos tienen tiempo de pasarse por una iglesia. El Estado y las grandes corporaciones privadas encarnan la religión dominante.
Como si el mar se hubiera retirado, el catolicismo ha quedado agitándose en la desolada playa espiritual del mundo moderno como un enorme cuerpo extraño. La Iglesia es una ballena varada que ya no asusta a ningún Jonás. Que en el Vaticano se urde una conspiración global sólo obsesiona a novelistas sin tema. Si antes todos los caminos conducían a Roma (omnes viae Romam ducunt), ahora todas las rutas aéreas conducen a Nueva York, Atlanta, Londres, Frankfurt.
Para un ejecutivo cualquiera el centro del mundo está en Wall Street, no en el Vaticano. Para la abuelita nonagenaria de un pueblo de México, sin embargo, el centro sigue siendo Roma.
Un ejecutivo estadounidese concibe el centro de Ciudad de México en la zona financiera de Santa Fe. La abuelita católica lo sigue concibiendo en el Tepeyac, donde Guadalupe se le apareció al indio Juan Diego para sellar el pacto, para incluir en el ecúmeno a los pueblos mesoamericanos, y no condenarlos al «exotismo» de «pueblos indígenas», como quiere el académico-político contemporáneo.
El Pontífice de Roma –el heredero del emperador romano– viene a recordarnos la idea del ecúmeno, del Imperio romano, en oposición a la idea del exótero, de las fronteras cerradas del Estado-nación estadounidense. De ahí el calvario de los migrantes centroamericanos. Todo nacionalismo es triste.
Nuestro lema: «De la suerte de otros, tú eres responsable. Ni tu deber ni tu derecho se terminan en las fronteras de tu Estado, en el contorno de tu individualidad.» Lo otro es neoliberalismo y neocalvinismo y neonacionalismo: «Cada uno en su casa y Dios (o, mejor dicho, el Diablo, es decir, la guerra) en la de todos.» (D’Ors).
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+Pintura de Yolanda Pineda
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