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La cantidad de las personas que acuden al instituto no se mide en los ceros a la derecha de una cuenta bancaria, pues nadie ve cómo, en qué o con cuánto llegan, simplemente llegan. El valor de las personas del instituto se mide en tiempo de atención al afligido, capacidad de integración, intención de compartir experiencias, deseo de ayuda, entre otros valores que enriquecen a las personas que a él acuden.

38150862 - side view mid section of students in computer classSin intención de recibir mención alguna, este centro de capacitación es, por fuerza moral, el verdadero cuartel general de las Naciones Unidas. No hay miembros permanentes, proscritos ni guetos (un gueto es un área separada para la vivienda de un determinado origen étnico, cultural o religioso, voluntaria o involuntariamente, en mayor o menor reclusión). El derecho al veto es ridículo, y la imposición de sanciones de unos a otros no tiene cabida. Su gente no se divide en barrios chinos, rusos, latinos u otro tipo de afiliación. De ahí que razas, estaturas, pesos, volúmenes, modas, ideologías y economías son completamente superfluas ante la falta de visión. Y con ello se fortalece el común denominador de su gente, esto es, el ver con los ojos del alma, allí justamente, a quienes por el hecho de ver con frecuencia tienen los detalles como el obstáculo principal para llegar a conocer el corazón de quien los rodea

Así, José, paradigma del latinoamericano, pequeño de estatura y con su tez bronceada en los rigores de un sol tropical, escudado en las virtudes integradoras y antidiscriminatorias del instituto, sumadas a legiones de urgentes pensamientos que acongojaban su mente de hombre en semicelibato, salió en pos de un encuentro romántico intercultural.

A fin de evitar choques entre los estudiantes, es norma que todos caminen por el costado derecho de los corredores del instituto; y fue allí, en la entrada ubicada dos puertas antes del aula en la que Natasha recibiría clases de mecanografía, donde José abordaría su paso.

Fueron tres intentos falsos. Tal vez su poca intuición, su falta de sexto sentido o el mal olfato para identificar su perfume le impidieron reconocer el paso de la rusa rumbo a su clase. Como consecuencia de ello, lo que José intentó que fuera algo íntimo, muy personal, fue vox populi mucho antes de su consumación.

–¡Natasha!

–¿Eres tú?

–No, soy Kim –contestó la chica vietnamita, al tiempo que aceleraba su paso corto y ligero, que como cometa le imponía su perro guía labrador.

–¡Te estaba esperando, Natasha!

–Lo siento, soy Romana –contestó con su cantadito guatemalteco, mientras mentalmente ya iba aumentando algo más que contar a los compañeros de clase con su nueva historia.

Finalmente, y sintiéndose derrotado ante su primer intento, al salir con total descuido en dirección a clases de computación chocó abruptamente con el motivo de su desesperanza, la misma Natasha en persona. Mas qué ingenuo es el hombre que piensa que está llevando la iniciativa. No en vano la palabra ‘iniciativa’ lleva un pronombre femenino.

Maya y Sasha, amigos de Natasha, con un poco más de visión residual, que les permitía una mejor vista panorámica del área, y conscientes de las intenciones de José, habían mantenido ocupada a Natasha, con el fin de que el primer encuentro fuera de clases tuviera el éxito deseado y el menor público presente.

Mientras José recogía un par de casetes que Natasha había dejado caer posiblemente como producto del choque o, ¡claro que sí!, para dar tiempo a José de recogerlos y reaccionar, soltó sus palabras, previstas con anticipación y represadas por la indecisión.

–Estaba pensando –dijo aún indeciso– que para mejorar tus habilidades de mecanografía te vendría bien un mejor conocimiento del teclado, pues entiendo que el alfabeto ruso o cirílico tiene sus diferencias con el que nosotros usamos.

Sin esperar respuesta todavía, arremetió:42512779 - retro typewriters on grunge background illustration

–Las máquinas de escribir en el ala de la biblioteca están desocupadas después del lunch. ¿Te parece si vamos juntos?

Según José, ese era el lugar ideal para iniciar con tranquilidad una relación.

Sí: el sitio no era muy transitado, con una línea de vista para los bibliotecarios disminuida por estanterías de libros y pequeños cubículos, coincidencialmente para dos personas, donde permanecían las máquinas de escribir.

–“Lo tengo” –pensó sin exteriorizar alegría–, pero sus palabras presentaban resistencia.

–No lo sé, tendría que revisar mi horario del college –sentenció Natasha, esperando con fe una nueva embestida–.

Había que correr el riesgo; ponerse un poco difícil y esquiva. Es lo que necesita el cazador para incentivar su interés por la presa…

–Y “¡así lo quería tener!”,  pensó ya alegre.

José, ingenuo en estas lides, sintiendo la sequedad de su boca por el nerviosismo de un rechazo, insistió:

–Podemos almorzar rápido, sin conversación de sobremesa, y tendremos el tiempo suficiente; ¿qué te parece?

Un victorioso “¡cayó el tirano!”  retumbaba en la cabeza de Natasha; pero aún había que maniatar a la víctima.  Algunos días de espera serían la solución.

¡Diablos, qué tonto he sido! –  se acusó mentalmente, mientras intentaba guardar la compostura y buscaba su grabadora manual para pedir su número de teléfono–.

–¿Me das tu número?

–¡Claro! –dijo ella, mientras al tacto encontraba las sudorosas manos en las que José mantenía la pequeña grabadora, pronunciando el número dos veces–.

–Llámame el domingo –dijo, y se alejó sin ninguna frase que alentara su seguridad, pero caminaba pensando: “mi perro keviel ya va herido”.

Retrocedió la cinta del casete para escuchar su musical voz con la información tan ansiada, pero el número no estaba grabado.

–¡Maldición! –exclamó.

En el momento de la grabación la cinta estaba ubicada en su fin, y en el mar de nervios en que se encontraba, había presionado el botón de play en vez del de grabación; literalmente, la cita se había esfumado. Se tranquilizó con un “¡bueno!, es martes y todavía hay tiempo de conseguir el número”.

Sin otra opción a la vista, rompió un sigilo que de hecho ya no existía en lugar alguno del instituto; y en el mostrador de Servicio al Estudiante, balbuceando una explicación que debería parecer lógica, pero que ni José se entendía,  pidió a Vera, directora del área, el tan ansiado número telefónico.

Treinta años al frente de este servicio, le habían permitido observar muchos Josés y Natashas solitarios y en busca de compañía, y por ello se lo facilitó a José. 

¿Quién, con un único hijo fallecido a los 20 años, luego de una angustiosa soledad en espera de la muerte en un hospital, podría negar un poco de dicha?

El verdugo había sido una enfermedad terminal que la sociedad no admite, el sida. Eran justamente estos momentos los que Vera ansiaba tener a diario, y aliviar su amargo dolor de madre. José llovía en agradecimientos y Vera mucho, más agradecida, se alegraba de la felicidad entregada. “Qué interesante” –pensó Vera–, para que exista simbiosis no es necesario que uno de los dos seres sea un parásito, sino dos necesidades que en el momento del intercambio mutan en felicidad.

Aunque durante esos días de largas esperas ellos podrían haber tomado la iniciativa y comenzar un diálogo en la mesa 5, decidieron, sin consulta mutua, aplazar sus afanes. De alguna manera sabían que el someter sus voluntades haría más apetecible el ansiado momento; así de simple, como el postre a la hora de una cena.

Si bien no hay plazo que no se cumpla, este había sido tortuoso para José, que en varias oportunidades estuvo a punto de tomar el auricular. Ciertamente, esta actitud parecía motivada a la distancia por Natasha, quien, sentada impacientemente en su sofá, luchando con las agujetas y lana de una bufanda sin terminar, en vano intento de comunicación telepática, trataba de hacer sucumbir a José en días previos a la llamada. Pero el tan esperado día llegó, con las expectativas en él puestas.

¡Hola!  –Saludó José desde Glendale–.

–¡Da! –afirmó Natasha a varias millas de distancia, en West Hollywood.

La simple conversación telefónica estaba cargada del drama de una comunicación con una nave espacial. Tan exótico e intrigante resultaba para un latino una blanquísima mujer eslava, de un lugar del cual no había oído ni en sus clases de Geografía y que no había manera de pronunciarlo bien, como para Natasha un hombre de clima tropical con tantas historias que podían rebasar su imaginación, y una piel tan oscura que no entendía por qué no tenía el pelo ensortijado, como el de los afroamericanos.

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–Siento mucho el choque del otro día, se disculpó José un poco nervioso.

Natasha presintió un toque de preocupación en la voz de José, pero se guardó el comentario, evitando darle importancia.

–No te preocupes –contestó, y preguntó como quien no quiere perder un negocio:

–Entonces, ¿sigue en pie tu apoyo para mejorar mi mecanografía?

Esa era la pregunta que José necesitaba para salir del empantanamiento en el que se hallaba.

–¡Claro! –exclamó un poco más tranquilo, al tiempo que su imaginación describía delicias de esa, su primera cita a ciegas.

–Las clases de lunes y martes fueron todo un éxito.

–¿Dónde está la W?

Allí, Natasha, justamente al lado de la Q –contestaba José, mientras depositaba con gran suavidad el dedo anular de la rusa exactamente sobre la tecla indicada.

–¿Puedes repetirme la línea inferior? –inquiría Natasha, con una voz más suave que la habitual, que, claro está, ya se sabía de memoria, y allí volvían las diligentes manos de José, con un ‘por supuesto’, a ubicarlas en cualquier lugar, posiblemente en el menos indicado, manteniendo sus manos blancas por unos segundos más de gloria que lo que para el efecto se necesitaba. De todos modos eso no importaba para ninguno de los dos, el objetivo de la clase ya se había alcanzado.

Las clases podrían haber continuado eternamente, sin el mínimo asomo de aburrimiento, de no mediar la gran cantidad de usuarios del miércoles y el jueves que inesperadamente se interesaron en la mecanografía, bibliografía u otro servicio que les permitiera prestar atención a lo que allí ocurría. De alguna manera Kim o Romana habían percibido lo que allí se fraguaba, y dieron rienda suelta a la imaginación y los comentarios.

El viernes que supuestamente era la última clase, día rebosante de expectativas, la biblioteca parecía haber vendido todos los boletos para un clásico de final de fútbol. Posiblemente se corrieron apuestas en el efervescente ambiente sobre cómo terminaba la jornada. Los jugadores, José y Natasha, nunca se presentaron a la grama.

Las clases de mecanografía, por supuesto, se suspendieron, pues Natasha, tan lista, ya había aprendido la mecánica del famoso typing, que les abría paso a la computación y a la posibilidad de ser compañeros en este paso importante al uso de las tecnologías. Lo que nunca paró fueron las llamadas de ida y vuelta, que fomentaban un acelerado acercamiento, quién sabe si para calentar las gélidas estepas rusas o enfriar el sofocante trópico.

La mesa 5, que en apariencia, y cobrando vida, daba la oportunidad a sus convidados de exteriorizar sus costumbres, alegrías y lamentos, en el caso ‘mecanografía’ hacía su excepción, pues el murmullo sobre el tema en las 29 mesas restantes cubría todo detalle, aumentado y corregido, sobrando todo comentario adicional de los actores. Con la comodidad de sofá de psiquiatra, la mesa 5 dio nuevamente la oportunidad, esta vez a Betty y Yom Su Wo, de aliviar sus tensiones y aumentar el almanaque de conocimientos.

 

**Gracias a un lector:  Luis Eduardo Cueva Serrano

* Condolezza quiere ser tu amiga, escribe a este blog literario y cuenta tu historia a:  condolezzacuenta@hotmail.com  Twitter: @condolezzasol.   Todas las historias serán revisadas y corregidas para ser publicadas.  Se reservarán los nombres, si lo deseas.  

Fotos 123rf.

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