Tenía seis meses cuando decayó. No quería jugar, ya no se retorcía de emoción cada vez que escuchaba la palabra “vamos” y a veces se negaba incluso a devorar un hueso. Además del sospechoso estado de ánimo su orina salía con pintas de sangre. La llevamos al médico y el tipo dijo que tenía una infección en los riñones. Le aplicamos antibiótico y le dimos unas pastillas para el vómito, pero en lugar de desvanecerse los síntomas se multiplicaron. Además ella no tenía vómito.

Mis sobrinos estaban muy tristes, sobre todo porque la perra ya no los quería, se volvió agresiva y territorial, no permitía que se acercaran porque le dolía todo, porque andaba con la carne blandita y al más mínimo contacto respondía con alaridos o mordidas. Se quedó en un mismo lugar y dejó de tomar agua. Comenzó a perder peso aceleradamente. Ardía todo el tiempo en fiebre. Se le peló la nariz y tenía las fosas tapadas en moco. La infección en los ojos estaba fuera de control. Las almohadillas de sus patas se volvieron duras, por lo que patinaba cada vez que intentaba dar un paso.

No estaba preparado para asumir la vida al lado de un perro enfermo. Pensaba que antes de Candy todo era mejor. Me quedaba mirándola y tratando de entender lo que le pasaba, pero no entendía nada. Me bajaba de mi cama y me acostaba en la de ella, la consentía y le preguntaba —en español— qué le pasaba, pero ella no respondía nada. Entonces le volvía a preguntar, esta vez en perro, pero tampoco.

El 31 de octubre, después de un mes de incertidumbre y agonía, supimos que mi perro tenía moquillo. El diagnóstico fue sencillo, Candy no tenía remedio. El moquillo es letal. 

Ese día fue una mierda. Me la pasé en internet, buscando una bruja o un chamán, un veterinario diferente, lo que fuera que pudiera curar a mi perro. Busqué en el directorio y de veterinaria en veterinaria di con los mejores centros médicos para mascotas de la ciudad. Llamé a todos y no hubo uno solo que dijera que valía la pena intentar salvarle la vida con X o Y tratamiento. Estaba fuera del alcance de todo veterinario salvar a un perro del moquillo, esa era la verdad. Lo mejor, antes de que la atacara la fase neurológica, una etapa dolorosa y dañina, algo horrible para el perro y sus familiares, era sacrificarla.

El moquillo es altamente contagioso, el perro infectado deja la bacteria en las cosas que toca, en los restos de lo que come y en el aire que respira. Al más mínimo contacto, un perro sin vacuna, sin refuerzos o un perro débil, adquiere la terrible enfermedad. Yo no sabía que Candy no tenía la vacuna y con frecuencia iba con ella a la cancha o a «Metrolínea» para que hiciera popó. No tengo idea de cómo o cuándo pudo contagiarse. Se dice que el 99% de los perros con moquillo mueren y que el 1% restante por lo general queda con secuelas lamentables, pierden la vista, pescan serios problemas de respiración y no vuelven a recuperar peso.

Al fin dimos con un veterinario valiente. Temiendo la madurez de la enfermedad y el pronóstico de los otros veterinarios, la sometimos a un doloroso, extenso y costoso tratamiento. Le fueron aplicadas unas cien inyecciones de diferentes tipos de antibiótico (con el tiempo había que incrementar la potencia del medicamento), se tomó unos ocho frascos de Complejo B y otros ocho de Vitamina C; unas cien pastillas de vitaminas para el cerebro, se le administró unos tres frascos de Gentamicina en gotas para los ojos, se le aplicó unas diez ampolletas de Bintox, para los pulmones, y se le hizo tomar, en pequeñas dosis, suero, caldos y jugos con hierbas para combatir la deshidratación y potenciar sus defensas. Después de cinco meses de doloroso y no muy apetitoso tratamiento le suspendimos las medicinas. La semana pasada le hicimos pruebas de sangre y para estupefacción de los veterinarios no valientes, Candy está libre del moquillo. Ahora el problema es que nadie tiene tanta energía para jugar con ella, porque se la pasa brincando de mueble en mueble y como nunca se educó, porque pasó sus primeros meses de vida enferma, no hay cómo hacerle entender que ya, que se tranquilice. Su nariz volvió a recuperar el color, sus ojos están brillantes, las almohadillas de sus patas están blanditas y tuvimos que ponerla a dieta, porque está muy gorda.

Conclusión: el moquillo sí se puede curar. Lo que pasa es que una buena parte de veterinarios desconocen el tratamiento, y lo desconocen porque no es un tratamiento tradicional. No tengo el dato de las ampolletas, porque me las entregaban directamente en jeringas y siempre se hablaba del tema en voz baja, como si estuviéramos haciendo algo malo, pero puedo asegurar que a Candy la curamos con medicina alternativa. Los medicamentos, y los médicos, tradicionales son mediocres y en un porcentaje bastante alto no responden a las necesidades de los pacientes. Si hubiéramos seguido la recomendación de ellos (sacrificar a mi perro) esta historia tendría otro final.

Sin embargo, es importante entender que todo esto lo habríamos evitado si el carenalgas que nos vendió la perra le hubiera puesto las vacunas a tiempo.

@Vuelodeverdad