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Riegas las matas, te pones a pensar por qué las riegas. Estás desde la terraza accionando la manguera y piensas que las matas te lo agradecen. Te da pena con las de los vecinos que moribundas y en tierra cuasidesértica anhelan las gotas que el viento les arroja. Eso sí, esperas no mojar a las de la vecina que odias. Vuelves a preguntarte por qué las estás regando, eres de esos pocos que lo hace, como los pocos que le dicen al conductor de servicio público gracias al bajarse. Eres un extraño de la sociedad, por lo menos así te lo hacen creer muchos y sabes que hasta te agrada la idea.
Fue por tu madre que aprendiste a ser benevolente con los animales y las plantas, aunque a veces te comportes como un patán ante unos y otras. Fue por ella, que te ordenaba sacar diariamente olletas repletas de agua para el balde que había dispuesto como fuente de agua perruna; te parecía incómodo salir diariamente al filo de las cinco de la tarde con el agua, pero te daba satisfacción ver cómo los perros agradecían moviendo la cola mientras bebían. Pensarás que una olleta no es nada, pero tendrás en cuenta que también las olletadas se multiplicaban cuando tu madre exigía regar las matas porque en verano nadie se apiada de ellas.
Pensarás hace cuánto fue que eras niño y creías que jamás crecerías. Ahora eres grande. Ahora quieres ser otra vez niño. Solo lo lograrás pensando en la niñez, en tu niñez. Viajas en el tiempo, es decir, en tus recuerdos. Es 1990, estás viendo un partido de fútbol, el de la camiseta 19 ha hecho el gol y tú saltas cuando vez que tus hermanas lo hacen, no entiendes el alborozo pero te agrada, sonríes de manera cándida para no opacar la alegría ajena. Es por la mañana y la diminuta casa en la que vives es un palacio.
Ahora estás sentado en la mesa del comedor, mojas el pan en el chocolate y engulles la masa achocolatada. Explota algo muy fuerte, dejas caer el pan como un impulso reflejo, tu madre apagará la máquina de bordar de animalitos de colores y le subirá el volumen a la radio. La noticia de extra llama la atención de los que a esa hora están en casa, los verás agolparse sobre la radio, escuchas al mismo tiempo lo que tu hermana y tu madre: ha explotado una bomba de alto poder en un edificio gubernamental. Sales de casa, tu hermana te toma de la mano y te paras con ella en la acera de en frente, en efecto, buscando el edificio en el punto cardinal cotidiano ves subir una columna de humo que se ensancha a lo alto. Tu madre preocupada te gritará desde la puerta de la casa que entres, ella tiene miedo que te pase algo. Suspiras. Tomas aire con fuerza y lo dejas escapar.
Estás llegando al barrio, eres ahora más pequeño, todo es nuevo y desolado, los amaneceres y los atardeceres son diferentes, te gustan y, jamás de grande los volverás a ver igual, siempre te pasará lo mismo, recordarás amaneceres y atardeceres en diferentes momentos y de diferentes momentos, pero jamás los podrás repetir, sólo recordarás, y de nuevo sentirás nostalgia, sentirás miedo de olvidarlos.
La casa te deja blancas las manos por las paredes de cal viva, juegas en el jardín y en la calle, la pelota amarilla de caucho con olor a durazno es ahora ambarina. La hueles, tiene el mismo aroma de tus manos cuando te caíste en el pavimento. No has vuelto a ver esas flores de pétalos finos y cortos de color púrpura que abundaban en el jardín, no has vuelto a ver los marranitos grises que capturabas al levantar una piedra, no has vuelto a ver esas matas que creías de lulo, no has vuelto a tener gallinas como mascotas, no has vuelto a tener que correr con una caneca detrás de un camión para lograr un poco de agua, no has vuelto a guardar el dinero de tu mesada para alquilar una bicicleta… no has vuelto a hacerlo.
Estás regando las matas desde la terraza y piensas en ti mismo. Te acuerdas de la vez que sembraste en una matera uno de los maíces que eran para hacer palomitas, disfrutabas de regar la semilla que se convirtió en una mata tan alta, longa y verde, tan biche y delgada como tú a tus nueve años. Tu madre la tumbó porque llamaba a los ratones. Estás creciendo, ya te vas solo al colegio. Cursas cuarto, cursas quinto, entras a sexto, le robas monedas a tu madre para jugar en las máquinas de video: Mortal Kombat o Street Figther; te gusta ganar con Blanca, la que se agacha y electrocuta a sus contendores. Son los mismos tiempos en los que en verano te gustaba encender un cerillo, tirarlo a los pastales. Volvías horas más tarde y orgulloso y sorprendido te deleitabas con la obra consumada.
Estás creciendo pero piensas que jamás vas a crecer, crees que jamás envejecerás. Los recuerdos sin importar su orden cronológico invaden tu cabeza. Es 31 de octubre, son cerca de las 10:00a.m. y aún no tienes el disfraz con el que llegarás al colegio. A tu hermana se le ocurrirá que podrán disfrazarte de carbón si une dos bolsas de basura contigo adentro. Tu madre asentirá con resignación y alegría conjugadas, preferiría un mejor disfraz pero no hay con qué. Cuando niño no lo entendías así, ahora respiras henchido de orgullo. Ahora esbozarás una sonrisa y recordarás que tu madre olvidó que en todo 31 de octubre llueve y ese no sería le excepción, en esas condiciones obtener una pulmonía podría ser fácil, piensas en ese tiempo y, ahora esto es una perogrullada, tampoco te imaginabas que cuando crecieras serías como eres. Dejas de regar las matas, vuelves a suspirar. Guardas la manguera. Ahora mirarás el naranja del atardecer, ese también lo olvidarás.

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