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Lo de la prostitución en Cartagena no es cosa nueva (Segunda parte)

Adelaida tiene sesenta y siete años, es madre de tres hijos: dos hombres y una mujer, tiene cinco nietos, vive en un cuarto de alquiler en una vieja casa de Getsemaní, es prostituta desde que tenía trece años. Ahora trabaja en el parque Centenario del centro histórico de Cartagena, inicia sus labores desde las 10:00a.m. Y si le va bien se queda a trabajar hasta la media noche o incluso más, de lo contrario cumplidamente se va a dormir a las 9:00p.m.

[…] toda la vida he vivido en Getsemaní, creo que ya mis abuelos vivieron en la misma casa en la que crecí[…] Yo empecé por esta que va bajando, la Calle de la Media Luna, en esos edificios que están recomponiendo alquilábamos los cuartos, o acá al frente que había un hotel que se pagaba por hora, noche, día o semana. […] Sí claro, ya era menor de edad, habíamos muchas menores de edad, y también mujeres mayores, todas las matronas eran mayores, y ¿sabe una cosa? una de esas matronas era chaperona de las reinas en los tiempos de la miss universo Luz Marina Zuluaga[…] yo era flaquita, pesaba unos 48 kilos, al principio no tenía ni con qué vestirme, pero yo empecé a ganarme la plata en el mercado que era ahí donde está el Centro de Convenciones. Al principio pedí empleo, pero nada, en esas me agarró una matrona que ya desde esa época recibía a los extranjeros […]

Adelaida en realidad no se llama Adelaida y mucho menos para efectos de esta publicación, aceptó que dejáramos la inicial de su nombre de pila. Se siente orgullosa de sus ancestros africanos y cree ciegamente las historias de su abuelo en las que le contó cómo uno de sus antepasados protagonizó la Heroica rebelión del barrio de Getsemaní. Tal vez sea ese su máximo orgullo. La primera vez que la vi fue una calurosa tarde de junio en la que paseaba en bicicleta, ella estaba sentada con la espalda recta, un pequeño bolso le descansaba sobre el regazo y sus manos se alternaban de vez en vez para acomodar los cabellos que se agitaban con el viento. Cuando la brisa le dio un descanso se dedicó a observar a los transeúntes con tranquilidad curiosa. Pasé una media hora más en el lugar, ese día no le hablé, la observé de lejos, la morbosa duda que me hizo quedar y que me había llamado la atención fue que en ningún momento se insinuó.

Pasadas dos semanas la encontré en el mismo sitio, opté por hablarle ya que en los días anteriores no la había vuelto a ver, no quería perderle el rastro. Me senté a su lado e inicié la conversación invitándole a tomar algo. Fuimos al parque Benkos Biohó y mientras nos tomábamos una limonada le confesé mis intenciones, por primera me enseñó su ceño adusto. No fue fácil convencerla, ya varias veces le habían planteado algo similar, no quería convertirse en un monachito de los canales como ella misma dice. Le prometí que antes de publicar le daría a leer esta entrada. Y así fue.

Yo empecé a charlar con Adelaida antes de que se destapara el escándalo de La Madame. Inicialmente me interesó hablar con ella porque adelanto una serie de relatos que espero tributen al arraigo africano y que es la impronta marginada de la Heroica. Luego de esa primera vez en la que tomamos limonada hemos hablado seis veces, sólo en tres de ellas grabé su voz para registrar las entrevistas.

[…]¿Difícil? hummm. Usted no se imagina qué es dejar de ser bonita, de ser apetecible, de cobrar la tarifa plena. Yo también me di la buena vida, pero tampoco supe dejar para el futuro, al fin y al cabo, la plata siempre ha estado de paso en mis manos, se la recibo a un cliente y al rato ya estoy poniéndome al día con el cobradiario o pagando las deudas en el hospedaje. […]Ahora, me toca prácticamente conformarme con lo que me quieran pagar, para mí un día con toda su noche es buena cuando me hago unos setenta mil pesos, una de esas peladitas se hace por ahí unos setecientos mil pesos, ya no tanto, ha llegado mucha venezolana que lo da barato[…]

A todo ese escándalo mediático en lo que se ha convertido la persecución del proxenetismo y la inducción a la prostitución en Cartagena le ha faltado enfocar sus esfuerzos en ofrecer programas de salud a las trabajadoras sexuales que operan en la calle, algunas pertenecen a la tercera edad. Valdría la pena que la alcaldía interina también se encargue de mostrar que para ellas hay planes de acompañamiento integral. Cuando convencí a Adelaida de charlar no había entendido cuando me dijo que no quería convertirse en un monachito de los canales. Ahora la entiendo, no conoce a La Madame pero me ha hecho caer en la cuenta de que es eso lo que no quiere que le pase. Adelaida no asiente con lo de proxenetismo porque argumenta que todas, jovencitas y adultas, saben en qué se meten.

Me habló la primera vez de su niñez, la evocó con alegría, disfrutó enumerando a cada integrante de su familia con su respectiva etopeya. Extraña la Cartagena de su juventud que era un poco más silenciosa o tal vez sería porque entendía más la letra de los boleros cuando se paseaba por la Calle de la Media Luna o cuando el ahogo de las olas y de los orgasmos de sus clientes coincidían en los baluartes. Considera que le fue bien hasta principios de los noventas, desde ahí no ha vuelto a exigir la tarifa que le daba la gana y se tiene que conformar con pactos económicos vergonzantes so pena de no comer o no pagar el alquiler. Ya perdió la cuenta de sus abortos, la última vez que lo hizo fue en 1985 y sin que se lo consultaran le sacaron el útero, no le vio problema. No se arrepiente de sus hijos, los ama, y con igual naturalidad me dijo que de haber podido no los hubiera tenido, no los abortó porque cuando se dio cuenta que estaba encinta era demasiado tarde y riesgoso intervenir. Se siente orgullosa de que ninguno de sus hijos o nietos esté en la prostitución y a precio de eso el sacrificio ha sido alejarlos de ella. No me quiso hablar de cómo era la relación con su familia y entre lágrimas se desgranó diciendo que no sabía hacer algo más en la vida.

En otra ocasión le pregunté si tenía pareja y me dijo que no, pero que sí tenía un par de clientes especiales, un par de hombres casados que pasaron, en diferentes momentos, de clientes asiduos a “amigos”. Uno era un albañil y el otro un celador. Ya se veían muy poco y más que el sexo convencional lo que los unía era la soledad y las caricias torpes de la ternura que llega con la vejez. En el mismo caserón que vive pasan la noche otras prostitutas del parque Centenario y algunos travestis que trabajan en la noche frente al Mall. Si la realidad de las prostitutas de la tercera edad es complicada, la de los travestis más. Además del desamparo institucional soportan el peso de un estigma que lacera con burlas, marginación y humillaciones, “[…] la pasan peor, todos los años que tuvieron de dudas, tomaron la decisión de cambiar ya siendo viejos, ahora que se transformaron y no tienen la libertad de no ser señalados, no me joda[…]”. Sentí la obligación de contarle que me había llamado la atención el hecho de que no se insinuara y su respuesta fue determinante, sincera y concluyente: “[…]y para qué, si todo el mundo en Cartagena sabe lo que hago y que el parque Centenario se la pasa lleno de putas de día y de noche[…]

 

Le leí el texto, lo único que me pidió fue que cambiara el oficio de sus “amigos”. Quedamos en que luego volvería a mostrarle la publicación, al despedirme la vi dubitativa, cuando le pregunté si le pasaba algo me dijo que solo hasta ese momento se había dado cuenta que no podía decirle a nadie con orgullo que la habían entrevistado.

 

 

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