Por: Leidys Becerra E.
Los miedos viajan conmigo, contigo, no tienen un destino fijo ni un camino trazado. Hay miedos para ocasiones especiales, algunos que son excepciones y otros que son cotidianos. De esos quiero hablar, de los miedos que se mezclan con lo urbano, que se vuelven rutinarios, que se convierten en percepciones o quizá imaginarios generalizados.
Hace dos meses y medio me mudé a Bogotá. Antes de salir de casa, de la región Caribe, recibí un gran número de recomendaciones y advertencias sobre la vida que me esperaba. Mis familiares, amigos y profesores parecían adivinos que pronosticaban el futuro, aunque no se basaban en cartas, lecturas de mano o cosas esotéricas, tampoco en razones espirituales, proféticas o parecidas sino en experiencias. Las de sus conocidos, las que vieron en las noticias o de las que se enteraron hablando con extraños en la fila de un banco o en el trancón de un bus.
Las historias de un amigo de un amigo que tenía un conocido permearon mi viaje. Seguridad, movilidad, clima y personas, de todo ello recibí opiniones. Sin embargo, yo tenía emoción, tanta como para recibir los consejos de los demás como códigos que descifraría tiempo después.
Llegué sabiendo que mis miedos podían cambiar o ratificarse pero lo que no esperaba, era que estando aquí descubriría algo que antes no dimensioné. Mi maleta de miedos estaría a rebosar porque no solo tenía temores propios e infundados, la ciudad, Bogotá, me recibiría con los de ella. Esos que poco a poco han empezado, sin querer, sin pensarlo, sin elegirlo, a ser parte de mí. Esos con los que todos, de repente, terminamos sobreviviendo.
Descubrí personas prevenidas, personas que están alerta, que caminan por las calles, usan el transporte público, buses y TransMilenio, con miedo. Noté que si te acercas te miran con desconfianza, que si preguntas por una dirección miran tu papel. Identifiqué el común denominador, personas que no creen en la inocencia de un niño que llora o en las canas de un adulto mayor. Detrás de la amabilidad y de las respuestas que te dan, hay un grado de temor, uno alto que he aprendido a comprender. Al principio era extraño para mí, viniendo de un lugar donde todo es distinto, sin embargo, me fui contagiando. Me sorprendí al entender que los miedos viven contigo, que se heredan, se infunden, pero también que se respiran, se contagian, que van más allá de la realidad cotidiana.
Las dinámicas están pero son las actitudes con las que estas se asumen, las que se propagan, las que se convierten en una segunda realidad, la percibida. Porque no vemos el mundo como es sino como somos nosotros, incluyendo nuestros miedos.
Así concibo Bogotá, como una ciudad más insegura por percepción que por realidad. Siento que su gente está acostumbrada, cómoda con sus temores, no porque quieran sino porque ya es parte de su normalidad. Y es que quien vive inmerso en su cotidianidad no puede ver desde fuera lo que esto significa.
Quizás deberíamos replantearnos, yo, ustedes, todos, nuestros temores, vaciar los bolsillos de los prejuicios, antecedentes y propagar la expansión de la confianza, de la tranquilidad de sabernos en lugares y rodeados de personas que merecen el beneficio de la duda. Y sí, esto es sentido común, pero aún aquí donde vivo, no es una práctica usual. No está demás reinventar nuestros temores y también nuestras percepciones. Hoy podría ser el día uno, en el que empecemos a pensar la ciudad no desde el virus del miedo sino desde la fe en los otros y lo otro. Porque los lentes con que vemos el mundo pueden hacer la diferencia.
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