Cuando escuchaba ese dicho justificando la dificultad de una tarea, comparándola con hacer botellas, me lo creía. Pero no le puse nunca lógica, ni a la frase, ni al arte.
¿Soplar para hacer botellas? ¿Para eso no están ya las industrias? Pues no, existen en Colombia cerca de 200 sopladores de vidrio. Cerca, porque en Bogotá hay únicamente nueve, y así la proporción tiende a disminuir. Los nueve artesanos de la capital se dedican a construir figuras únicas con ayuda de gas propano y oxigeno industrial, fuego. Y claro, mucha creatividad.
Miguel Ángel Mahecha se dedica a crear piezas de vidrio desde hace 33 años. Conoció este arte en su juventud y no quiso nunca cambiar, se “ganó una lotería” porque, como contó él, le pagaron para que aprendiera este oficio, el cual le permitió ver crecer a sus hijos, evitar los trancones de Bogotá y tener su negocio independiente que hoy por hoy no cambia por nada.
En los años 80 creció una demanda increíble por búhos y elefantes, porque se creía, o se cree, que dan buena suerte. Por eso los talleres necesitaron aprendices para cumplir con los pedidos y don Miguel llegó “en el momento indicado al lugar en el que siempre había querido estar”; un lugar donde podía usar su creatividad y explotar la fina motricidad que le habían halagado siempre.
Como todo oficio, tiene su técnica
Con ayuda de un soplete, y el fuego producto de la mezcla de gas y oxígeno, empieza a fundir el vidrio que termina cediendo bajo los más de 1000 grados centígrados.
Don Miguel toma el vidrio en su estado más puro, y de la mejor calidad, importado de Alemania, el mismo que se usa para fabricar pipetas de laboratorio. Toma los de forma ovalada para hacer piezas que llevan huecos. Y las varillas para hacer piezas macizas.
Durante cinco minutos funde, sopla, y gira. Funde, sopla y gira el vidrio una y otra vez, mientras sus manos, instintivamente, se mueven para hacer una nueva creación.
Luego de dos minutos sus lentes amarillos ya no son amarillos, son morados, propios del oficio. Esas gafas que cambian de color permiten bloquear frente a los ojos los tonos amarillos para poder ver entre el fuego cómo va el vidrio.
Sin un molde, solo con la memoria de sus manos, su creatividad o un par de referencias fotográficas empieza a moldear las largas varillas de vidrio que logran ser tan delgadas como el papel celofán, incluso con densidad para flotar en el ambiente. Pero el vidrio sigue cortando, conforme a su naturaleza.
Transparente, blanco, azul, verde, ámbar o negro. Toma el trozo de vidrio del color que su cliente le haya pedido o el que la pieza le exija. Los incrusta uno en otro, al resultado condensado en un solo elemento le da tono metalizado, brillante o mate. Esa es la destreza más difícil de describir.
Su arte se traduce en recordatorios, premios, relojes, decoración, bisutería, todas piezas únicas, porque, aunque quiera, no puede hacer dos exactamente iguales. Y esa, dice Don Miguel, es su apuesta, su valor agregado.
Don Miguel eligió no enseñar a sus hijos el oficio que le permite trabajar en su casa y a su ritmo. Prefirió dejar que tomaran sus propios caminos, pero agradece a la vida que uno de ellos haya encontrado en el vidrio una forma de vivir.
En el taller de ‘Arvid’, en el barrio Floralia, del sur de Bogotá, está siempre don Miguel, dedicando cada día de su vida a ejercer su oficio, su hobby, que quizá a la vuelta de unas décadas sea solo un recuerdo.
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