La vi y me pareció verme. Bueno, vernos. Fue en diciembre del año pasado, durante las jornadas para entender la Artritis Juvenil organizadas por Care for Kids. Allí expusimos junto a Majo (o mejor, la grandiosa Doctora Pastillita) el camino que hemos recorrido luchando en familia contra de esa enfermedad que ya es un visitante aburrido y molesto en nuestras vidas.
Los asistentes, la mayoría, son pacientes o cuidadores. Personas que han recorrido el mismo camino. Pero también algunos que, como ella, empezaban hasta ahora a conocer la enfermedad. Su nombre es Paola. Y su hijo tiene AIJ. Lo duro del caso, pero también lo alentador, es que el pequeño había recibido el diagnóstico un día antes de la charla. Poder encontrar las charlas y conferencias para empezar a recorrer, con algo de luz, el oscuro túnel por el que todos hemos pasado en este caso, es por lo menos alentador, creo yo.
Nervios. Ansiedad. Muchas preguntas. Luego de mi charla, Paola se me acercó a preguntarme cómo estaba Anto, cómo iba el tratamiento, cuáles habían sido los principales problemas. Luego, iba con los demás conferencistas a buscar respuestas, a escarbar posibilidades pero, más que todo, estoy seguro, a darse esperanza.
Porque eso, ESPERANZA, es lo que uno más necesita cuando se enfrenta a este mundo de las enfermedades autoinmunes, de las dolencias que no se curan sino que ‘remiten’, de los males con los que se convivirá de por vida.
Esperanza es lo que más añora uno cuando le asalta el miedo y debe convencerse de que nuestros hijos no son ‘bichos raros’, ni ‘pobrecitos’, ni ‘minusválidos’ por tener AIJ. Sencillamente, tienen una condición que debe ser tratada. Y ya.
Pero entender eso lleva tiempo. Y se necesitan espejos. Modelos. Casos exitosos. La primera vez que fui a una charla de Care for Kids, Anto llevaba apenas un mes con su enfermedad. La conversación fue sobre buenas prácticas de alimentación y cuidado. Pero más allá, cuando me senté a esperar el comienzo de la conversación, me dediqué a observar a los asistentes.
De todos, destaqué una joven de unos 16 años, cabello rizado, sonriente, alta y enérgica. Bella. No se veía ni limitada, ni dolorida, ni abatida. Un huracán completo. Y entonces entendí que ese debía ser el camino a seguir. Que Antonia, pese a tener AIJ sería así. Arrolladora, fuerte, decidida. También vi a una niña al lado de su mamá y de su papá. Juntos escuchaban la charla. Anotaban e intercambiaban opiniones.
Y esa fue la segunda enseñanza: Esta batalla es en equipo, en familia. No es un partido de individualidades ni de esfuerzos aislados. Es una lucha donde todos debemos aportar y cada granito de arena de familiares, amigos y personas cercanas cuenta.
Y la tercera, saber que Antonia no está sola. Que es una más de las guerreras que batallan por vencer esta enfermedad. Y que todo puede ser más llevadero si uno tiene apoyo, una red de gente, o por lo menos un grupo de conocidos para intercambiar, más que información clínica, palabras de aliento, experiencias positivas, consejos para el día a día y, sobre todo, muy buena onda.
Claro, no se puede ocultar que hay casos donde la enfermedad es agresiva, postra al paciente en una silla de ruedas o desata deformaciones en las articulaciones. Incluso, puede conducir a la muerte. Pero en todos los casos, hasta en los más extremos que he conocido, hay en las niñas y niños una decisión enorme. Una fuerza que los impulsa y que no los deja caer en el vacío. Es de esa energía que uno se nutre al comienzo, es la batería que comienza a mover el proceso de asimilar la condición, el tratamiento y el futuro.
¿Qué es lo justo después? Pasar el conocimiento. Pasar La Fuerza. Lograr mitigar esa sensación de vacío de quienes apenas empiezan a preguntarse si la vida volverá alguna vez a ser la misma de antes. No es cuestión de ‘heroismos’ o de ‘yo se más que tú’. No. Es justicia con la vida. Recibimos consejos, manos amigas y orientación. Lo mínimo que se puede hacer es devolver todo eso en forma de esperanza.
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