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La infancia y la juventud se van rápido, hay afán por el tiempo, que tiene entonces, paso de tortuga.  Somos adultos la mayor parte de la vida, pero ahí el tiempo es la liebre, que pierde la carrera, aunque sea más veloz.  La ciencia lo ha tratado de explicar, pero las explicaciones sobran cuando no hay tiempo para pensar en lo importante.

 

El profesor poeta, Miguel Torres Pereira, arjonero, era temido en el colegio por ser el coladero de décimo grado. Química, una asignatura exclusiva para las más grandes.  Él llegó 28 años después con la nostalgia reverdecida, para que la gratitud se materializara en un libro, en un abrazo y en este recuerdo:

 Nos dio la cátedra de la incoherencia a 40 revoltosas mujeres, aunque crecidas, seguíamos haciendo pilatunas.  Duramos semanas hablando de esa cátedra. Nos había insultado con la elegancia que lo caracteriza, sin una sola mala palabra, con la fuerza de los hechos. Nos dolió, y todavía me duele, no porque sea un insulto sino una verdad inobjetable: la coherencia se acaba cuando hacemos prevalecer el deseo sobre la razón.  Por eso hoy, prefiero el autocuestionamiento al señalamientoCada quien debería rendirse cuentas a sí mismo de su incoherencia.

 Ahora bien, una cosa es ser coherentes y otra muy distinta, tercos. Fijar principios inamovibles ignorando el devenir en su concepción ontológica, es por lo menos, estúpido. Mientras tenemos más información sobre un hecho, muy seguramente evolucionaremos nuestras posturas, tener más información, es tener más estudio, detenerse, contrastar, reflexionar. Si nos regaláramos ello cada día, seguramente, estaríamos madurando nuestra opinión, y sabríamos que las verdades se mueven. Procuraríamos, la objetividad y el desapasionamiento.  Querríamos no ir al vaivén de nuestros intereses, sino de la comprensión más acabada de la realidad.

 Lo cierto, es que ser incoherentes nos resta credibilidad.  Y en esta bulla que es espuma, la credibilidad importa, o debería importarnos, aunque, en un país con amnesia, o lleno de ciudadanos polarizados y desinformados, creerle a un payaso, a un mentiroso, o a un incoherente, es tan habitual como sumar un número a la ya abultada cifra de líderes asesinados, o de feminicidios, que, de paso, evidencia una de las más grandes incoherencias del hombre: matar a quien dice amar, matar a quien da vida.  

 Hay principios con los que me identifico más que con otros y que muy seguramente encierran una ideología, pero ella no me define, ni me determina, ni me encasilla en un lugar, puedo fluir y saltar, puedo cambiar de parecer, puedo equivocarme y tratar de hacerlo mejor, puedo tener una nueva oportunidad. No me representan personas que enarbolan la ideología y están permanentemente debatiéndose entre sus incoherencias, pues la historia me ha mostrado, que hay más demagogia que convicciones, más ambición que anhelos de transformación.

Soy incoherente, hay cosas en las que creo, por las que no lucho como debo, he sido laxa, despreocupada, porque me gana la comodidad o el ego, pero la cátedra de la incoherencia se fijó en mi para permitir revisarme cada día y hoy agradecerle al profe porque al menos trabajo en corregirla.  Este no es el ejercicio del cínico, a quien no le sonroja que de su incoherencia nos percatamos todos.  

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