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No soy yo quien escribe.  Es la IA. No me gustó que lo hicieran otros columnistas.  Sentí que los artesanos de la palabra nos rendíamos ante el facilismo.  Los escritores serios, sé que no han sucumbido a ello.  No soy entonces una escritora seria, estoy cansada. ¿Para qué escribo? Seguro que para mi ego. ¿Solo quiero ver el producto final y sentirme contenta de lograr darle forma a una idea en el punto deseado, y “adoctrinar” con ella?  He cedido ese trabajo, no tengo ningún mérito.  La habitación propia no ha sido suficiente.  Necesitamos una tribuna, unos aplausos, somos más de lo mismo, de todo lo que criticamos. Planteo volver a la ternura y a la poesía, sin IA. 

Le hablamos al espejo

Ya nadie nos lee. Todos hablamos/escribimos lo que se nos ocurre al tiempo, sin que nadie escuche.  He podido verificar las cifras. Decirle “nadie” a dos u ocho personas es ofensivo.  El ego hablando nuevamente, ¿acaso no es suficiente uno más con quien compartir tus ideas? Mientras ese uno exista siempre valdrá la pena el esfuerzo.

 Me tocó reinventarme, escribo para crear el contenido audiovisual que consumirán un poco más de las ocho personas que leen, ¿por un like? ¿Es suficiente? Vamos una y otra vez a las métricas que nos condenan o ensalzan.  ¿Es tan importante la validación? Parece que mucho.  Y no es el otro el que nos importa, sino su validación para regodearnos.  Y cuando es el otro el que te aniquila, ¿qué haces? ¿A dónde te refugias? Te das cuenta que estás solo, nadie hará ni te dará lo que necesitas.  ¡Mentira! Solo consigues alimentar tu ego.  Hasta que rayas en la locura de la tristeza y te das cuenta de que no tienes que ser validado por nadie, pero debes pagar las cuentas.  Que sobrevivir cuesta, aspirar a caprichos aún más, entonces toca ser productivos, y explotarse para acceder a ciertos placeres que te hacen paliar el cansancio y la autoexigencia, tener una recompensa al esfuerzo finito.
El camino corto
Hay quienes escogen el camino más corto.  El dinero fácil para la condena pronta.  Una muerte rápida llena de goces efímeros.  La felicidad es un mito que todos quieren alcanzar a través de los placeres.  Lo más parecido a la verdadera felicidad es la paz, y la paz es lo más lejano que hay en este mundo en guerra, donde se vota por “no firmar la paz” y se siguen enviando a los hijos ajenos a combatir contra sus propios hermanos, porque el bando es un azar señalado por el poderoso que controla la vida de un grupo.

Mientras tanto, los privilegiados intentan sobrevivir a un mundo cada día más digital.  Un mundo inventado por nosotros mismos que nos excluye, ¡vaya ironía! Con algo de astucia el problema sería otro, pero seguiremos bailando al ritmo de los algoritmos que cambian frecuentemente para hacerte esclavo de una máquina al servicio de los más ambiciosos del mundo, que no se cansan, ni se aburren de acumular.  Sufrimos la tiranía de los clics, para que sea la posverdad, el mundo de la mentira, el que reine y te exija ser lo que no eres.

La IA no podrá ser el artesano de la palabra, no deleguemos ese oficio

La ternura y la poesía, sin IA

No te han facilitado la vida, todos los días tienes que correr más duro para no quedarte atrás en la carrera. He llegado hasta aquí para introducir lo que escribió la IA, y no fue necesario, por fortuna, poner su escrito lleno de mis ideas que ahora serán usadas por alguien más.  Somos nadie, y las máquinas comienzan a conocernos mejor que nosotros mismos.

Insignificancia cósmica y volver a la ternura

No hay logro profesional, medalla académica ni trofeo moral que nos salve de nuestra insignificancia cósmica. Tal vez el único propósito real sea vivir con la humildad suficiente para reconocer que vinimos a este mundo a aprender a dar… y también a aprender a recibir de eso que no tenemos.

Nos urge romper la burbuja del ego, salir del algoritmo que refuerza solo lo que ya creemos. Abandonar el dogma del yo primero. Necesitamos más silencio, más escucha, más contradicción que nos enriquezca. Necesitamos volver a la ternura. A esa capacidad radical de cuidar sin dominar, de mirar sin juzgar, de tocar sin herir.

La ternura es, quizás, el mayor signo de espiritualidad que nos queda. Nos recuerda que no vinimos a brillar, sino a iluminarnos mutuamente. Con estas reflexiones, feliz día mundial de la poesía, sin IA.

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