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La primera vez que escuché esa palabra fue en una conversación sobre las dinámicas de mi familia paterna. Mi interlocutora definía ese nicho compuesto por mujeres fuertes y dedicadas en su mayoría a los trabajos del cuidado como un matriarcado. Nunca entendí por qué me chocó tanto esa palabra tan bienintencionada, la consideré engañosa e inexacta, y aunque la incomodidad lleva rondándome años, hasta hace pocos días encontré la razón.

En Mujeres del Alma Mía, Isabel Allende reflexiona sobre su camino en el feminismo y habla de su familia, de los hombres machistas que la educaron y de su madre Panchita, una mujer educada para ser una esposa abnegada que nunca se cuestionó su rol en la casa, que se dedicó a sus hijos y a su esposo porque eso era lo que se esperaba. No más, no menos.

En su disertación sobre la familia tradicional chilena, Allende dice que las madres se hacen cargo de los hijos propios y los ajenos cuando se hace necesario, se refiere a ellas como fuertes y organizadas y dice que hasta el más obtuso de los hombres entiende a Chile como un matriarcado porque, según ellos, son las mujeres las que mandan en las casas. Nada más lejos de la realidad.

María Moliner define el matriarcado como la “organización social o familiar basada en la superioridad de la influencia o autoridad de la madre”. Si bien esta definición es posiblemente la que más se acerca al imaginario colectivo, está llena de imprecisiones. Lo que puede verse como influencia o autoridad de la madre no es más que una serie de maniobras logísticas para hacer funcionar el mandato del padre. En este orden de ideas, decisiones como los horarios, la compra y el manual de convivencia del hogar recaen sobre la madre, pero se enmarcan en la figura del hombre y sus labores productivas.

Así como el feminismo no es lo contrario al machismo, el matriarcado no es toda forma de organización donde la autoridad, los privilegios o el rol central de liderazgo es ejercida por las mujeres, tampoco es un sistema que otorga dominios casi ilimitados al sexo femenino. El matriarcado realmente es una palabra rimbombante para describir el momento vital de toda mujer en que se tiene que hacer cargo de la vida que construyó junto a un hombre y que él sí tuvo la oportunidad de abandonar, así sea momentáneamente, por algo que parecía más importante.

Reivindicar las labores del cuidado va más allá de hacer trampas lingüísticas para disfrazar un problema. Implica hacer un esfuerzo consciente por equilibrar la doble jornada, reducir la carga mental e interiorizar que, como plantea Silvia Federici, “eso que llaman amor es trabajo no remunerado”.

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