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havelange fifa“Vengo a vender un producto que se llama fútbol”- se escuchó decir en boca del brasileño Joao Havelange, una tarde de 1974, luego de ser asignado como nuevo presidente de la FIFA. La frase daba para imaginar al gordito con cara de buen tipo, amarrando un lazo junto a una etiqueta de precio, alrededor de un balón de fútbol.

Havelange vendía bien. Era un comerciante exquisito y ambicioso. De esos vestidos de saco y corbata que en un desierto son capaces de vender un paraguas. Un tipo astuto e inteligente. No le faltaban aptitudes para llenar las arcas de la FIFA, y de paso, acomodarse algunos beneficios en sus mismos bolsillos.

Decoró el fútbol. Lo acicaló, lo maquilló, lo vistió con las mejores prendas y lo sacó a aventurar el mundo en busca de maridos con corpulentas chequeras. Una primera estrategia se recuerda en 1979. Y es que aprovechando el eco que ya producía un tal Diego Maradona de 18 años, mandó a que se jugara en Japón una Copa Mundial de Fútbol Juvenil. La inyección fue lenta, pero eficaz. Con el paso de los años, la isla asiática que sólo sabía de luchas de sumo y béisbol, se enamoró del juego de la pelota y el pie. Tanto así, que en 2002, con ganas de más, convenció a su vecina Corea del Sur para que la acompañara a organizar la primera Copa Mundial de Fútbol en Asia. La primera en 72 años en jugarse fuera de América o Europa.

Luego apareció el apogeo de la televisión, y con ésta, el fútbol encontró su mejor vitrina. Havelange lo entendió bien, y así, llegaron las grandes marcas, los patrocinios y los derechos para transmitir su juego. La caja registradora no paró de sonar. El consumo se hizo masivo -y lejos de descender- los nuevos públicos pedían más y de mejor calidad. En Japón, China, Corea del Sur, Arabia Saudita y Catar, los inversionistas apilaron ladrillos de billetes. Unos sobre otros con el ánimo de hacer crecer sus ligas para exportarlas al mundo.

En 2015 -por ejemplo-, en China, y como consecuencia de lo que un día empezó Havelange, a los niños de 8 años de edad se les obligó a estudiar y practicar fútbol en todas las escuelas nacionales. Y en 2016, el argentino Carlos Tévez pasó a ser el jugador mejor remunerado en la historia del deporte. Firmando un contrato en Shanghái donde pasó a recibir cuarenta millones de dólares al año. Lo que es igual a diez veces el salario mínimo de su país: cada sesenta minutos.

El importante rol de la propaganda y la publicidad a través de la televisión, también tienen sus anécdotas. Como fueron los icónicos calentamientos que Maradona solía hacer antes de sus partidos. Se paraba en la mitad de la cancha con una pelota y empezaba a hacer jueguitos sin dejarla caer. Con la derecha, con la izquierda, a los muslos, a los hombros y también a la cabeza. El público hipnotizado ante un showman que sabía captar la atención de los flashes. Luego, el Diego se acercaba con suprema parsimonia a una de las bandas y se agachaba lento para atar sus botines Puma. Para muchos, un ritual supersticioso del diez argentino que daba resultado. Para Diego, el cumplimiento de una de las cláusulas del contrato con la marca deportiva. Para Puma, una estrategia de publicidad y mercado.

Otro caso de comercio y fútbol fue el del brasileño Ronaldo en el Mundial de Francia 1998. Brasil se preparaba para jugar en París la final contra los galos. Sin embargo, la madrugada de aquel domingo, el Fenómeno Ronaldo sufrió un ataque de convulsiones. Edmundo Alves, su compañero de equipo, aseguró que Ronaldo “se retorcía, se golpeaba fuerte en las piernas y de su boca salía espuma”. El lateral Roberto Carlos gritaba, además: “se muere, Ronaldo se muere”. A pesar del trágico escenario de aquella mañana, Ronaldo fue alineado entre los inicialistas del Scratch. Era inconcebible. En la mañana, Ronaldo era un hombre moribundo cargado entre sus compañeros, ya en la tarde, lucía sus botines Nike en la gramilla del Stade de France. Luego del partido, la opinión pública señalo a la marca deportiva por obligar al astro brasileño a jugar, suponiendo que existía un contrato millonario de por medio.

El fútbol para muchos se transformó en un evento de interés público y cultural. Están quienes consumen día a día, están también los que cada domingo siguen al equipo de sus amores, o los que cada cuatro años se dejan llevar emocionados por la ola arrolladora despertada por una Copa Mundial.

Con su evolución y fanatismo, no pueden faltar las grandes figuras que también han servido como bandera en el mercado. De México -por ejemplo- se reconocen los aztecas; Chichén Itzá; Pancho Villa, Juan Rulfo; los charros con sus rancheras; el agave, el tequila; las enchiladas y el pozole. Pero, ¿quién iba a saber que existían los Gallos Blancos de Querétaro? Fuera de México, pocos sabían que existe un Querétaro Fútbol Club. Sin embargo, en 2014 Ronaldinho fue fichado por dicho club. Uno modesto y virgen en títulos. El crack brasileño no tuvo un gran desempeño. De hecho, la prensa lo acusó repetidas veces de pasar más tiempo divirtiéndose en Cancún, que entrenándose en las canchas. Una conducta que poco o nada les importó a los empresarios del club, pues la estrategia publicitaria ya se había cumplido. La de ubicar a Querétaro en el mapa del interés del fútbol mundial.

Joao Havelange fue el gran impulsador del fútbol como producto. Lo hizo bolitas, lo empacó en cajas y se lo vendió al planeta entero. Fue el pionero en una cátedra de ventas deportivas a la que se sumaron cientos de adeptos. Adeptos que buscaron arrebatarle esa naranja jugosa. Esa fruta próspera que en 1998 tuvo que dejar a cargo de Joseph Blatter, para luego mudarse a su natal Rio de Janeiro. Donde disfrutó de su riqueza y –según dicen- siguió haciendo negocios. Comprando aquí, vendiendo allá. Un viejo zorro que negoció incluso con los cielos, ganando hasta cien años de vida, antes de morir en 2016.

Diego Hernández Losada.

Twitter: @diegoh94

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