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En mi más reciente visita a La Habana, tuve la oportunidad de reencontrar uno de los bares más importantes a los que haya asistido jamás: el Sloppy Joe’s. El establecimiento, que fue inaugurado en la década de los 30, tiene la barra más larga de toda Cuba, la selección más ambiciosa de licores que alguna vez vi, y lo más importante, un equipo de gente inigualable.

José García Abeal fue un gallego que llegó a Cuba en 1904 para comenzar una nueva vida como mesero en un restaurante de La Habana. A los tres años dejó ese empleo para correr mejor suerte en Nueva Orleans, donde estuvo por más de seis años trabajando como barman hasta que se trasladó de nuevo, esta vez a Miami, donde también se dedicó con gran maestría a las lides de los espirituosos.

En 1918, el hombre regresó a la capital cubana donde, gracias a su amplia experiencia como camarero fue contratado en un café llamado El Cucharón Grasiento, en donde pudo ahorrar suficiente dinero para comprar un viejo bodegón destartalado y asqueroso. Gracias a la sugerencia de un grupo de turistas, José transformó la bodega en un bar para los norteamericanos que cada vez eran más comunes en el país.

Lo primero que hizo García fue cambiar su apelativo a Joe, seguramente para estar más acorde con su nuevo rol de propietario de cantina, o para timar a alguno de los visitantes extranjeros. Para bautizar al establecimiento, pensó en agregar a su nuevo nombre la palabra sloppy, que significa desarreglado. Así nació el Sloppy Joe’s Bar.

Luego de décadas de éxito, la taberna fue nacionalizada en 1960, justo después del triunfo de la Revolución Cubana, hasta que en 1965 cerró. Por más de 50 años el lugar preferido por intelectuales y estrellas de Hollywood quedó enterrado, incluso con su historia. El espacio de esparcimiento que se disparó gracias a la estúpida Ley Seca en Estados Unidos, (que impedía la venta de bebidas alcohólicas en el país entre 1920 y 1933) se consumía en los escombros. No fue hasta el 2013 en que este oasis de libertad reabrió gracias a la restauración adelantada por la Oficina del Historiador de la Ciudad, entidad que promueve la renovación de la Habana Vieja, quizá la ciudad colonial más importante del Caribe.

En todo caso, El valor más importante del Sloppy no es su extensa barra ni el impresionante conjunto de tragos que dejaría anonadado hasta al más exigente de los borrachos. No. El encanto del bar está en sus empleados. Ellos, siempre vestidos de manera impecable con uniformes de colores negro y naranja marcados con el logotipo del ron Havana Club, saludan a cubanos y foráneos con la hospitalidad de un grupo de amigos.

La preparación de los más de 30 cócteles, así como la forma de servir cada una de las bebidas, es sólo un complemento ante la calidez que brinda el personal. Es innegable que el daiquirí, (perfectamente preparado con una mezcla de limón, ron blanco de tres años, licor de marrasquino, azúcar y hielo) es una de las estrellas del lugar, así como las chicharritas, el boniato frito y los chicharrones de cortesía que siempre acompañan los pedidos. No obstante, nada sería lo mismo sin las sonrisas y las conversaciones con todo el equipo de trabajo.

Cada uno de ellos ha hecho diversidad de estudios, que por lo demás integran un perfil impresionante: conocen sobre habanos, sobre ron, sobre vinos e incluso sobre astronomía. Todos tienen algo que enseñar, un comentario amable y un abrazo de despedida.

Y es por eso, mis queridos lectores, que escribo esta nota. Hoy mis letras son tangencialmente para ustedes, pero enteramente para ellos. Es mi deber de ser humano reconocer, desde Bogotá, que en la capital cubana hay un equipo de meseros, de amigos, que entregan su corazón en cada copa. ¡Salud!

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