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Cuenta Miguel Ruíz en su libro de Los Cuatro Acuerdos que «había una vez una mujer inteligente y de gran corazón. Esta mujer tenía una hija a la que adoraba. Una noche llegó a casa después de un duro día de trabajo, muy cansada, tensa y con un terrible dolor de cabeza. Quería paz y tranquilidad, pero su hija saltaba y cantaba alegremente. No era consciente de cómo se sentía su madre; estaba en su propio mundo, en su propio sueño…

…Se sentía de maravilla y saltaba y cantaba cada vez más fuerte, expresando su alegría y su amor. Cantaba tan fuerte que el dolor de cabeza de su madre aún empeoró más, hasta que, en un momento determinado, la madre perdió el control. Miró muy enfadada a su preciosa hija y le dijo: «¡Cállate! Tienes una voz horrible. ¿Es que no puedes estar callada?»…

…Lo cierto es que, en ese momento, la tolerancia de la madre frente a cualquier ruido era inexistente; no era que la voz de su hija fuera horrible. Pero la hija creyó lo que le dijo su madre y llegó a un acuerdo con ella misma. Después de esto ya no cantó más, porque creía que su voz era horrible y que molestaría a cualquier persona que la oyera. En la escuela se volvió tímida, y si le pedían que cantase, se negaba a hacerlo. Incluso hablar con los demás se convirtió en algo difícil.

Ese nuevo acuerdo hizo que todo cambiase para esa niña: creyó que debía reprimir sus emociones para que la aceptasen y la amasen»

Esa es la magia de nuestras palabras. Y como dice el mismo autor, puede ser magia negra o magia blanca, depende de como las usemos. El detalle de este asunto está en que normalmente ni siquiera somos conscientes de ese poder y de hacia quien lo dirigimos, porque sin darnos cuenta gran parte del tiempo la estamos dirigiendo contra nosotros mismos.

Si apuntáramos en un papel las veces que en el día nos hechizamos con nuestras palabras, y generalmente hechizos negros, nos sorprenderíamos. Que tal frases como «¡como soy de bruto!», «¡para que hablé!», «¡no soy capaz!», «¡fijo la cago!», «¡guárdalo tu, fijo yo lo pierdo!»,»¡ah bestia!»… ¿se te hace alguna conocida?

¿NO? Que pilera!, te tratas tan bien que hay que aprender de tí, quienes te rodean son unos suertudos. Y como te tratas tan bien, me imagino que jamás le has dicho a alguno de esos suertudos alrededor tuyo, llámese compañeros de trabajo, amigos, hijos, familia cosas como «¡¡pero que geniecito!!», «¡¡pelota!!», «¡¡a ver, ¿ahora con que va a salir?», «»¿sino la embarra de entrada, la embarra de salida no?», «la pereza lo carcome ¿no?», «¡¡siempre tan desordenado!!», …

Si no estás en ninguno de los dos grupos, guau!, escríbeme, me encantaría tomarme un café contigo, eres un ser humano impecable en su palabra y eso es digno de admirar y de aprender..

Yo, particularmente, debo admitir que estoy .. en los dos grupos!!. A pesar de muchos esfuerzos y lecturas, y charlas, y talleres, y… a pesar de todo, aún no he podido desprenderme en su totalidad de las creencias que me llevaron a adoptar ciertas palabras que aparentemente son inofensivas, pero que en realidad llevan consigo una carga negativa que la mente humana no solo percibe, sino que almacena. «¿por qué siempre me pasa eso a mí?».. porque esa es la programación que tú mismo has hecho.

Somos el fruto de lo que sembramos en nuestra mente y si sembramos palabras como estas a menudo, pues terminamos creyéndolas!!, creyendo que en realidad no somos capaces de hacer algo, que somos olvidadizos o, peor aún, convenciendo a otros que son lo que decimos con nuestras palabras.

¿Cuál es la esencia de la publicidad y de la efectividad en los mensajes?: repetir, repetir y repetir. Por algo será… ¿Qué tal una comunidad, un curso de un colegio o una universidad, una familia, con un pacto de impecabilidad en la palabra?

Hagamos un ejercicio hoy, revisa que palabras estás lanzando a tu alrededor y a ti mismo, y juzga tu mismo los resultados de esa revisión. Podría ser un buen comienzo..

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