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De antemano sé a lo que me expongo con la crítica que pretendo sembrar en esta columna, vaticino los comentarios de fanáticos, creyentes y religiosos. Pero una vez más lo hago en defensa de una educación libre de supuestos pecados anclados a una camándula.
Por decisión de mi familia (digamos que todos estuvieron de acuerdo), estudié en un colegio católico privado. Era muy pequeña para cuestionar las decisiones sobre mi vida, así que después de pasar una entrevista en la que casi no hablé porque estaba muy nerviosa, me aceptaron en un colegio de religiosas provenientes de Zaragoza, España.
Como varias veces lo he mencionado, soy hija de docente y desde mis cuatro años de edad he presenciado las aulas de los colegios públicos, unos en el Tolima y uno muy especial al sur de Bogotá. Así que hago parte de esa generación de hijos de profesores que se criaron en escuelas, siendo mimados por los niños más grandes y amigos de los más pequeños pero sobre todo con un espíritu crítico y amante de la educación pública.
Recuerdo con un poco de fastidio que en mi colegio era obligatorio rezar antes de empezar a estudiar (yo siempre me salvaba porque por lo general llegaba allí muy caída la hora de cierre de entrada), que celebrábamos más un mes mariano que un mes de la ciencia, que hablar de ciertos temas era pecado, que le debíamos reverencia a los sacerdotes y que si una religiosa moría, debíamos inmediatamente abandonar los cuadernos para abrazar por horas y horas los rosarios en una capilla. Bueno, también valoro muchas cosas de mi educación primaria, en ese colegio empecé a amar la lectura y las ciencias sociales. Aclaro que no tenía opción de criticar la decisión sobre mi educación.
Pero por fortuna nuestra carta política del 91 anuncia que somos un país laico y por lo tanto la educación pública debería ser libre de imposiciones religiosas. Pero no, la Ley 115 de 1994 más exactamente en su artículo 26 señala que “para el logro de los objetivos de la educación básica se establecen áreas obligatorias y fundamentales del conocimiento y de la formación” y entre ellas está la educación religiosa, esto en Colombia se traduce únicamente en la católica y no respeta de ningún modo el deber de neutralidad religiosa que debe imperar. Y aunque un parágrafo al final aclara que nadie podrá ser obligado a recibir esta cátedra, pocos lo conocen y otros muy pocos lo garantizan.
Modificar el sistema educativo público en nuestro país significa poner en riesgo el saludo de los arzobispos como bien lo critica William Ospina. Pasar ese límite es atreverse a cuestionar el espíritu de la constitución de 1886 que aún cabalga en los mandatos actuales. Sería un sacrilegio quitarle el poder a la iglesia católica en la enseñanza de los colombianos, y aunque somos independientes desde 1810 de la Corona Española, que nos dejó las sotanas en la política, en pleno 2020 seguimos ligados al visto bueno del clérigo y a preguntar sus opiniones en cuestiones que deberían corresponderle únicamente al Estado. Ese matrimonio es el único que perdura con vehemencia en estos tiempos.
Ruego una vez más que la educación pública no sea el fruto de esa unión arcaica entre el Estado y la Iglesia Católica, lazo irrompible que por demás desconoce la existencia de más creencias religiosas del país. Insisto en que la formación de los seres humanos en principio no debería obedecer a los mandatos religiosos que muchas veces pretenden uniformar el pensamiento y otras tantas veces limitan la innovación y la creatividad.
@Lore_Castaneda