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La muerte ha sido tantas cosas como culturas la han pensado. Un castigo, un misterio, un tránsito, una liberación, un fin. Pero en la antigua Grecia, donde la filosofía se sentaba a conversar con la vida cotidiana, la muerte no era vista solo como el final inevitable, sino como parte del arte de vivir. Epicuro decía que no debíamos temerle, porque “mientras estamos, la muerte no está, y cuando la muerte está, nosotros ya no estamos”. Y para los estoicos, la verdadera libertad residía en poder decidir sobre uno mismo, incluso sobre cuándo y cómo partir.

No se trataba de glorificar la muerte, sino de entender que la dignidad del ser humano también pasa por poder cerrar el ciclo con integridad. Sócrates mismo, condenado a beber cicuta, no enfrentó su muerte con temor, sino con la serenidad de quien acepta que la vida ya no vale la pena cuando no se puede vivir en verdad. “La muerte podría ser una de dos cosas: o bien una inexistencia absoluta, o bien una migración del alma a otro lugar”, dijo antes de despedirse. En ambos casos, la muerte no era castigo, sino posibilidad.

Los antiguos mayas veían la muerte como un renacer. La vida no se extinguía con el último aliento; simplemente cambiaba de forma. Era el umbral hacia otro nivel de existencia, una transición que debía ser acompañada con respeto, con ritual, con sentido. No era el fracaso de la vida, sino la continuidad del cosmos. Por eso sus entierros eran meticulosos: el cuerpo era devuelto a la tierra con maíz, el alimento sagrado, como símbolo de que todo lo que muere, alimenta.

Los incas creían que los muertos seguían vivos en otro plano, y que lo importante era llegar a ese plano con equilibrio. Las personas gravemente enfermas eran acompañadas en su proceso de morir, no arrastradas al límite con intervenciones que violentaran su cuerpo. No temían la muerte: temían la indignidad.

Para nuestros pueblos indígenas, la muerte no es un enemigo a vencer, sino un ciclo más de la vida. Los kogui, herederos del conocimiento ancestral de la Sierra Nevada, no temen el fin. Saben que el cuerpo, al morir, retorna a la Madre Tierra, y que el espíritu, libre al fin del dolor, encuentra su camino de regreso al Aluna, ese espacio sagrado donde todo lo esencial permanece. En su cosmovisión, morir no es fallar. Es soltar. Es regresar.

Los muiscas, por su parte, comprendían la muerte como un tránsito digno, no como una tragedia. Las personas eran despedidas con ofrendas y cantos, no solo con lágrimas. Porque lo importante no era resistir la muerte a toda costa, sino permitir que el alma se fuera en paz, sin ser retenida por el miedo o por el egoísmo de los vivos. Forzar la permanencia de quien ya ha dejado de habitarse a sí mismo habría sido, para ellos, una falta de respeto al orden de la vida.

Desde esa sabiduría antigua, el derecho a una muerte digna no sería extraño ni escandaloso. Sería, más bien, una continuidad lógica de la vida con sentido. Permitir que una persona ponga fin a su sufrimiento cuando su cuerpo se ha vuelto prisión no es una renuncia a la vida: es un acto profundo de respeto por el ciclo natural, por la voluntad individual, por la relación sagrada entre el cuerpo, el alma y la tierra.

Entonces, hay algo profundamente contradictorio —y también doloroso— en la postura de ciertos sectores cristianos y católicos que se oponen con firmeza a la eutanasia. Entendemos que su fe les enseña que solo Dios decide sobre el inicio y el fin de la vida. Esa creencia merece respeto, como toda convicción espiritual que nace del amor y no del juicio. Pero cuando esa creencia se convierte en norma para todos, incluso para quienes no la comparten, el límite entre la fe y la imposición se vuelve peligroso.

Nadie les está pidiendo que renuncien a su fe ni que la modifiquen. Lo que se pide es algo más sencillo y más justo: que en un Estado laico, donde conviven muchas formas de creer y de vivir, se respete también la voz de quienes no quieren seguir sufriendo. Que se legisle pensando en la dignidad de cada ser humano, no solo en los dogmas de unos cuantos. Porque los derechos no deben depender de la religión que se profese, sino del respeto por la libertad del otro.

@Lore_Castaneda

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