Nunca fui visitante asiduo de moteles pero tampoco diré que no conozco, claro. Negarlo es como negar a la mamá. Lo que pasa es que empecé a visitarlos más bien tarde, como a eso de las 11 de la noche (ay tan chistoso). Mentira, tarde en edad. Creo que el primero lo debí visitar muy a mis 26. Si alguna de mis ex lee esto y se da cuenta de que estoy descachado, que por favor me corrija, soy malo con las fechas.
Para ambientar la leída. Denle play con confianza (y si quieren con audífonos).
Como les decía, no conozco muchos moteles. Es más, hasta bien mayorcito me ponía nervioso de sólo pensarlo. Me decían motel y yo ya empezaba a pensar en la entrada y la salida (la del motel, por supuesto). Así de tarado soy. O era, creo. De hecho hoy en día me dejo aconsejar y eventualmente le pregunto a ella si tiene alguna preferencia. Si prefiere no darme opciones -ya sea por pudor, apariencias, o simple ignorancia- nos vamos para el de siempre. Allá donde me siento en confianza. Ok, no tanto como para que me digan «Uy don Omarrrrr, tiempo sin verlo, nos tenía olvidados, ¿no?«. Yo era de los que no entendía el chiste de «llegó oliendo a jabón chiquito». Para mí los únicos jabones chiquitos eran los de los hoteles en Paipa.
Sí, la primera vez que fui a un motel descubrí el jaboncito ese y me reí yo sólo como por dos horas como un pendejo. Ahora que lo pienso, de pronto por eso fue que me terminó mi novia de ese entonces. Pero no sólo descubrí eso, nooooooo. También descubrí el champú de botellita, el gorro de plástico de bolsa de supermercado, y las inigualables «pantuflas» de papel desechable. Yo estaba maravillado. Es como cuando uno va al planetario por primera vez: GUAAAAAAAAUUUU. Creo que si en ese entonces hubiesen existido los celulares con cámara, me habría tomado una foto con todo eso puesto. Así bien montañero. Y ni hablar del control remoto «pegado a la paré».
Hablando con unos amigos en Medellín, notamos que en Bogotá el tema de los moteles es bien competido. No sé decirles cuántos, cuáles ni cuánto cobran allá, pero en Bogotá los hay de todos los precios, colores y olores (sí, olores). Tenemos unos ubicados cerca a zonas universitarias, para aquellos que viven con sueldo de estudiante y cuyo presupuesto no da para mucho lujo. Es que a esa edad uno no piensa en accesorios, los chinitos van a lo que van. Con que haya cama… y a veces ni eso. De ahí para arriba es ganancia. Y en media hora ya están saliendo, con la pierna temblorosa.
Hay otros más alejados, en los que la variedad es mayor. Que si el jacuzzi, que el sauna, que la tina, que la joda. Se le tiene la silla de ginecólogo o el columpio. Hay unos incluso que están en zonas residenciales. Cada vez que iba a visitar a una novia que tuve, tenía que pasar por un par. Al final ya no me decían el clásico «chic-sss, chic-ssss, casi-vírgenesss, pase sin compromiso«. Esta es la hora en que no sé qué es ser casi virgen. Yo pasé del ser al no ser directico. Pero, ¿casi? O justo esa fue la clase de sexualidad que me perdí en el colegio por quedarme en recreo, entre la gráfica explicación con pepino y la exposición de ETS de Orjuela -que no perdía oportunidad de exponer sus conocimientos en clase de comportamiento y salud-.
En Bogotá la competencia entre moteles es tan ruda que ya no basta con el voz a voz o la repartida de tarjeta en la calle. No. Tienen que ser más creativos para atraer nuevos y fidelizar antiguos clientes. Es así como nació la coco-ruleta. Uno llegaba en el carro -me contó un amigo- bajaba la ventana y le daba con fuerza a la ruleta. Para que girara. Había que hacerlo con fuerza para que la acompañante no pensara «si así es para la ruleta… voy a perder la empelotada». Por supuesto, la ruleta esa gira por segundos interminables, dada la obvia tensión existente al interior del carro -me contó un amigo.
Me contó otro amigo que hay uno en el que tienen una silla de ginecólogo, vaya uno a saber para qué, Dios mío Bendito. Tengo entendido que hay otro (u otros) en el que hay ambientes. Por si uno amanece creyéndose cazador africano, egipcio. Eso sí, el de esquimal si no lo quiero ensayar. Con esos abrigos debe ser incomodísimo, y ese frío lo debe hacer quedar a uno como un cuero, cuerito heladito. Pero me parece buena idea ella bien amazona. Quizás algún día les dé por sacar tarjeta súper cliente, o viajero frecuente con acumulación por kilometraje: «mi amor, con el de esta noche ya nos ganamos el jacuzzi». Y habría categorías Flexi, Econo y Ejecutiva (o sea, no se permiten pasajeros de pie).
Yo personalmente prefiero aquellos en que hay más privacidad, de los que tienen su «cabaña» separada. Uno llega en el carro, le cierran la puerta del parqueadero y listo, a sus anchas -y largas. No me gustan tanto los que son como edificio de apartamentos y hay que subir en ascensor. Si en el conjunto residencial son incómodos los silencios en los ascensores, con los vecinos, imagínense en un motel. ¿Qué hace uno? ¿qué le pregunta a los compañeros de viaje? Si van de salida uno les pregunta «¿y qué, buena la faena?«. O de entrada, «buenas, ¿me marca el cuatro?», «¿A cuál van? ¿Ya conocieron la que es como un consultorio? ¡¡Trae el disfraz de enfermera y todo!!«. Es más, creo -me contó el mismo amigo- que esos tienen sala de espera, para los casos en que están full (me imagino que en fechas como el día de la secretaria, o amor y amistad deben ser bien transitados). Ahora, ¿qué música suena en esas salas de espera? ¿»Melodía Stereo, música para ejecutivos»? O salsa de cama, supongo. ¿Qué tipo de revistas hay? No creo que sea «Selecciones». O Semana. «Ala, Marujita, voy a leerme la columna de Jose Obdulio mientras tanto». En todo caso yo no leería a Poncho Rentería. Eso apaga cualquier buena intención que uno lleve. Y si uno en la sala de espera del odontólogo escucha al fondo la fresa… ¿en la de un motel qué escucha? Una fresa de odontólogo atortola, acá atortolarán unos gemidos bien intensos. Eso de que lo comparen a uno…
Otra de las diferencias entre los moteles de Medellín y los de Bogotá es el control remoto, que aquí en Bogotá está pegado a la pared. Bueno, prefiero eso que con cadenita, aunque me imagino que debe haberlos. Si me informaron bien, mis amigos, en otras ciudades preguntan «¿noche o casual?«, lo cual no me gusta porque eso de casual me suena a «la acabo de conocer, y vinimos de choco-locos«, y pues… uno tiene que cuidar la reputación de la amiga. Hasta en los moteles. Yo prefiero que me pregunten «¿Rato o amanecida?», en cuyo caso respondo «uy no, déjeme aunque sea dos o tres ratos». Es que todo caballero repite.
Nota: Olvidé comentar acerca del fabuloso menú que ofrecen los moteles/residencias, que incluyen hasta una poderosa picada compuesta de rellena, chorizo y empanaditas de toda clase. Mucha clase ¿no?
¿Cuáles moteles les ha tocado a ustedes? ¿Tienen historias para contar? Sigan, con confianza que al fondo hay puesto.
Entradas anteriores: «Sal con alguien valiente«, «Le pasó a un amigo: La tenista«, «Si a Bogotá no hubiera llegado Petro«.
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