
Entonces me senté entusiasmada a escribir el tercer texto con el que continuaría siendo una orgullosa bloguera de EL TIEMPO. El tema estaba claro y además contaba con una larga lista de opiniones que quería exponer sobre el mismo. Sin embargo, fueron tantas las ideas y fue tan atropellada la forma en que fueron apareciendo, que preferí cerrar el computador y empezar a escribir, como un ejercicio personal, lo que me estaba pasando: no sabía si escribirlo ni cómo escribirlo.
Existen miles de razones para no decir o escribir lo que estamos pensando. No hablamos porque guardamos un secreto de alguien más o propio, porque tenemos mucha o poca información. No hablamos porque el mundo no espera de nosotros eso que estamos pensando, pero ¿y si realmente somos lo que estamos pensando? No hablamos, o matizamos lo que decimos cuando puede dolerle a alguien más o a nosotros mismos. No hablamos por miedo, por amor, por respeto, por compasión o por desazón.
Preferimos quedarnos callados por temor a lo que los otros piensen o porque no le encontramos valor suficiente a lo que pensamos. Pero ¿si se trata de algo realmente importante como escribir el blog?, o como participar en una reunión de trabajo en donde esperan que aportemos una gran idea, o meter la cucharada en una conversación familiar que necesita urgentemente de nuestro punto de vista. ¿Y si alguien más debe escuchar lo que pensamos o sentimos?, así no sepamos cómo decirlo. ¿Y si el mundo se está perdiendo de nuestro talento porque nos sobran ideas, pero nos falta entusiasmo? A veces hay que hablar y no sabemos cómo.
¿Será suficiente la valentía para lanzarse al ruedo y decir lo que se nos pasa por la cabeza? La verdad, puede que no salga bien. Pero rumiar la misma idea mil veces y decorarla, y luego quitarle los adornos, y luego distraerse en otro pensamiento, para después regresar a la idea original y volver a pensar si es necesario u oportuno mencionarla, y de repente el colega levanta la mano y dice justo lo que ibas a decir, y el auditorio lo felicita y te amarras con rabia a la silla por haber dudado. O en otros casos, la vida sigue pasando sin que el otro oiga lo que quieres decirle, y por eso nada cambia, y si prefieres el aburrimiento o la monotonía, a las consecuencias y los cambios que puedan traer lo que sabías o sentías. ¿será mejor decirlo? Pero ¿cómo? Saber comunicar es un arte, el momento, las palabras, las reflexiones, la organización y el método sirven para que hablar y escribir no sean una casualidad.
Entonces decir lo que queremos decir es importante, para sí mismo por lo menos. Hablar o escribir es un gran acto de fe en nosotros mismos. Es como una maratón en donde todas las ideas se agolpan en una pista estrecha, algunas no creen poder llegar a la meta que sería lograr comunicarlas; otras van envalentonadas y llegarán, otras, la mayoría, seguramente no. Para que las ideas habiten el mundo no solo deben ser pensadas, deben tener una profunda carga de seguridad y de valentía.
Expulsar ideas indiscriminadamente no es un derecho adquirido, pero comunicar debe ser un acto de conciencia personal. Imposible descifrar qué tanto impacto tendrá una idea suelta por la calle pero si nos atrevemos a liberarla no podemos dejarla sola. Si hay preguntas ¿estamos dispuestos a contestarlas? si hay comentarios ¿estaremos dispuestos a recibirlos? ¿estamos dispuestos a arrepentirnos?
Hay tantas razones como personas para no saber cómo decir algo y no quisiera impulsar a otros a hablar sin miedo, ni a que digan lo que piensan, ni a superar los obstáculos que las convicciones les imponen, el silencio también puede ser muy poderoso, pero de lo que si estoy segura es qué si hablamos, o escribimos, la vida se pone en movimiento. ¿en qué sentido o con qué fin?, ni idea, pero eso sí, un paso más adelante ya estaremos.
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