Los bebés reconocen su entorno a través de los sentidos. Inician su vida probando con su boca todo lo que alcanzan para determinar si es real o no. Saborean el seno de su madre y luego toda clase de juguetes con los que se distraen y divierten.
Entonces se concentran en la audición. Llegan los cantos, las melodías. Los sonidos. La voz de su mamá, o la de su papá. Con ellos sonríen, se calman, se asustan o lloran.
Y entonces viene el reconocimiento del tacto. Pasan horas mirándose las manos o tocándose sus pequeños piececitos, reconociéndose, admirándose, queriéndose.
Lo vemos claramente. Para un bebé, la experiencia sensorial es su manera de estar acá, ahora, presente. Sintiendo. Así disfrutan el mundo. Un mundo al que deben adaptarse para sobrevivir. Y por unos años lo gozan tal cual. Sin preocupaciones, sin vacilaciones. Con la absoluta certeza y el hermoso placer de ser, de estar, de existir. Lo vemos en sus ojitos, o en la inmensa paz de su sueño. Lo oímos en sus risas y en su ternura.
Y de pronto llega la razón. Los pensamientos. Las interpretaciones de lo que vemos. Los juicios de lo que debería ser. Los razonamientos, el intelecto. Y la realidad cambia. Deja de ser el deleite de los sentidos, para convertirse en lo que la mente decida. Entonces llegan las digresiones, las imágenes, los recuerdos y las ambiciones. Las expectativas. Con ellas, las frustraciones, los miedos y las ansiedades.
Es extraño. Tan extraño que a veces hasta podemos separarnos de esa mente. La podemos ver creando toda serie de historias que nos elevan o nos acaban. Por eso el éxito de todas las tácticas de meditación que lo que buscan, en su gran mayoría, es hacernos consientes del poder de estos tan exaltados pensamientos.
Hemos convertido a la razón en nuestro mayor tesoro. Por eso idolatramos a pensadores y filósofos. Por eso premiamos a los intelectuales. Nos jactamos de nuestros pensamientos y del procesamiento de las ideas que nos producen nuevas o ficticias condiciones. Felicitamos a quien recuerda o a quien planea. Nos distraemos creando fantasías que nos llevan a mundos que no existen. Evadimos, escapamos y eludimos nuestra realidad con los pensamientos.
Y nos preguntamos por qué no somos felices. Por qué se van tan rápido los momentos. Por qué nos levantamos asustados o deprimidos. Por qué nos arrepentimos, o nos preocupamos.
Son poderosos. Muy poderosos.
Entonces volvamos a los sentidos. Si nos tocamos las manos, o abrazamos. Si caminamos descalzos. Si oímos con atención la sonrisa de nuestros hijos. Si regalamos un beso. Todo vuelve a cobrar sentido. La vida es amable y estamos bien. Estamos acá, hoy.
Respira profundo. Saborea un vaso de agua. Tócate las manos.
@Silviadan
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