No se debería hacer pero siempre
caemos en el mismo error. Conmemorar y celebrar, según el caso, la muerte para
recordar a la persona y su legado. En el caso del pintor barranquillero
Alejandro Obregón se trata de una celebración, si es posible de un carnaval en
la geografía metafísica que llamamos cielo. Porque un carnaval, es lo contrario
al orden, lo establecido y obedecido, y por esa misma razón, no es para
siempre. Una fiesta eterna resultaría agobiante al poco tiempo, o peor aún,
terminaría por aburrir a los convidados. Lo novedoso, lo diferente, aquello que
rompe la rutina y la repetición es la esencia de la vida, aquí y allá, donde
quiera que estemos. Y esa fue la vida de Obregón: un carnaval, un paréntesis,
una revolución.
Blas de Lezo, autorretrato. 1979.
Sobre Obregón se han escrito ríos de tinta, desde la mezcla de
literatura y amistad en la pluma de García Márquez, pasando por la diplomacia y
poesía de Cobo Borda, o la embebida relación de ron y fraternidad de Álvaro
Cepeda Samudio. Y de otros tantos, de su hermano Pedro, de su amigo Fernando
Paneso, su adalid Martha Traba, su colega Roda, su compañero León de Greiff, y
de los críticos e historiadores del arte de ayer y hoy. Todos escriben o evocan
a Obregón: el mejor de los hombres, acérrimo parrandero, padre ejemplar, abuelo
encantador, artista insigne, trabajador incansable. Cada quien desde su espacio
y sus vivencias, apelando al juicio objetivo y crítico, en algunos,
desenfundando la amistad magnánima, en otros, o apelando al magnetismo
celebrado que ejercía sobre en sus mujeres. Idolatrándolo y ubicándolo, cada
quien según su criterio, en un punto mayor, como un faro para la historia del
arte colombiano.
De este modo, son muchísimas las anécdotas, los recuerdos, las evocaciones,
fruto del amor y la admiración. En el caso de Marta Traba o Álvaro Medina, conocedores
y críticos, no escatiman elogios para describir y calificar su obra, de la
crítica argentina fue común la metáfora ascética que decía «Obregón es el dios,
y Traba, su anunciadora». Una especie de Mahoma artístico, defensora empecinada
de su obra. Aunque también tuvo la valentía (o el pecado) de criticarlo
severamente cuando sentía que equivocaba el camino o el procedimiento, eso sí,
con argumentos noveleros de sutil ironía: «que mal pinta Obregón cuando está
enamorado», decía.
Con él hubo en nuestro país arte moderno, comenzamos a dialogar con las
corrientes del expresionismo, del figurativismo, del surrealismo, de la
abstracción que se consolidaban y replanteaban frenéticamente en Europa. Hubo
antecesores que alistaron el camino: Wiedemann, Pizano, Santa María. Pero el
zarpazo definitivo lo dio Obregón con su expresionismo
romántico, como anotó un crítico en uno de sus comentarios de prensa. Así,
Alejandro Obregón se convirtió en pionero, padre, precursor, y consecuentemente
en el pintor oficial, la volatilidad de la fama le hizo el centro de atracción
del escenario artístico colombiano. Pero su importancia, más allá de la fama,
las anécdotas, las parrandas, es indiscutible. Además, gracias a su generación,
que rompió con los cánones parroquiales del ámbito artístico, surgieron artistas
de la talla de Botero, Beatriz González, Luis Caballero, Ana Mercedes Hoyos. La
calidad de su obra supera los años e influye sobre los hombres.
Hablando de tiempo y calidad, hace cincuenta
años que Obregón realizó su obra más conocida y considerada como la más
importante de nuestra historia: La
Violencia. Sobre esta obra hay infinidad de comentarios, rumores, como que
la mujer que aparece muerta fue una estudiante que asesinaron en Barranquilla
por esos días en una protesta universitaria,
o que Obregón estaba hojeando un diario y se encontró con la imagen del
cadáver de una joven violada. Un juicio más sensato señala que después de leer
la obra «La violencia en Colombia» escrita por Fals Borda, Eduardo Umaña y
Camilo Torres, quedó impactado y asqueado por la creciente evidencia de una
violencia endémica motivada o descuidada, por la elite que gobernaba (y
continúa haciéndolo) el país. Esta obra condensa en un lenguaje pictórico
sencillo y justo, al tiempo que luctuoso y sombrío, su visión y su sentir de la
muerte en Colombia. Es un testimonio personal y universal.
Este año se celebran cincuenta de su obra
esencial, y veinte de su despedida. Al final del camino una frase repetida siempre
con Cepeda Samudio, en dialecto Cienaguero «primun vivere y endespués
philosophare».
La Violencia, 1962. Testimonio magistral y lenguaje único de la muerte como tema artístico
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