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La patética escena del sargento
Rodrigo García llorando «por una humillación que ningún colombiano merece»
ilustra claramente la situación que se vive en el Cauca, y por extensión, la
manera como el país resuelve sus conflictos: por la fuerza, a los balazos, y en
añadidura planteándose dilemas inexistentes que conllevan al señalamiento de
las víctimas y la complacencia con los opresores.  

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                 Sargento García, imagen archivo Worldpress

Porque el reclamo de los
indígenas Nasa es puntual: que los dejen en paz. Se lo dicen tanto al Estado
colombiano, cuya presencia se reduce a contingentes militares que velan por la
seguridad de dos torres telefónicas, utilizadas por multinacionales; y a la
guerrillas de las FARC, «cuya nueva estrategia militar es resguardarse en la
cordillera Occidental» (Uprimny, Hora 20), con lo cual siembran el terror en la
zona para consolidar y fortalecer su posición y las rutas de tráfico de drogas
hacia el Pacífico. Uno como otro son indiferentes a la población indígena, pues
sus intereses son diferentes y opuestos: el Estado que busca pacificar la zona
con el eufemismo de «proteger la inversión extranjera», y las Farc en su lucha
desesperada por el control de la zona, cuyos cultivos de hoja de coca son
vastísimos.

En últimas intereses económicos, que
inciden directamente en la población Nasa y es el motivo de sus reclamos
airados. Y por este hecho, por hacer valer sus derechos -recurriendo a las vías
de hecho, cosa que entiendo pero no justifico- han sido objeto del señalamiento
y la estigmatización de medios de comunicación (la entrevista hecha por Luis
Carlos Vélez en Caracol noticias
fue poco menos que un encerrona amañada que forzó
las declaraciones del representante indígena); de la judicialización de los
órganos estatales, «los actos reprochables de los indígenas serán
judicializados por una comisión de la Fiscalía», señaló el ministro de Defensa
(El Tiempo); o de las órdenes perentorias del gobierno, en la búsqueda
desesperada por ganar algo de credibilidad: «Vamos a Vichada y luego al Cauca.
No quiero ver un solo indígena en las bases militares» escribió el presidente
Santos en cuenta de Twitter hace unos días.

Declaraciones y decisiones que intentan
solucionar problemáticas coyunturales, no estructurales. Paños de agua tibia
que en últimas se reducen a una acción: el orden impuesto por la fuerza
pública, que en sí mismo no soluciona nada y prolonga la ineficiencia estatal a
la hora de hacer frente a los problemas de la sociedad civil. Que no hagan
ruido, que no jodan tanto los indígenas furiosos ni los ciudadanos indignados
con el espectáculo enviciado de políticos y senadores; en fin,  que actúen como siempre lo han hecho: en una
eterna pasividad, una inalterable obediencia al poder político. Y si recurren a
las vías de hecho, como en el Cauca, ahí está el ejército glorioso (nunca he
entendido este calificativo si no ha sido capaz de derrotar a sus enemigos
domésticos, y su participación internacional ha sido minúscula, apegada a la
política estadounidense), enarbolando como héroes «a quienes combatieron ante
la furia de la población indígena» (El Tiempo). 

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                                   Toribío, uno de los escenarios del conflicto

 Repito, se discute sobre
problemas de forma terca y obstinada: la legitimidad del uso de la fuerza
indígena, la legalidad de su jurisdicción, la supuesta infiltración del Farc en
el conflicto. Salidas fáciles y cortoplacistas, y por eso mismo innecesarias e
insuficientes. Porque el problema del Cauca es sumamente complejo, de larga
data: la consolidación del Estado multicultural que reconoce la diversidad como
cohesionador de nuestra sociedad, como quedó estipulado en la Constitución de
1991;  la geografía del conflicto armado
colombiano, cuyas variantes y replanteamiento de directrices afectan a la
población rural; el Cauca como una zona de exclusión social, en la que «no hay
goce de derechos humanos mínimos de la población» (Hora 20, Uprimny). En
últimas, es el abandono del Estado a la población civil la causa de toda la
álgida situación del Cauca.

El constitucionalista Rodrigo Uprimny
comentaba ayer en Hora 20
que «el derecho a la protesta es esencial en una
sociedad, (…) especie de derecho instrumental que conduce a la obtención de
otros derechos». Y en esta brega «lleva más de 400 años la población indígena»
decía Manuel Quintín Lame en una entrevista hecha en 1924 a El Espectador. La
situación no ha cambiado mucho en todo este tiempo, y tal como van las cosas,
no variará en este gobierno ni los subsiguientes.

La indiferencia y el abandono del
Estado son fruto del desconocimiento de la realidad, y de la negligencia de los
gobiernos por entender y solucionar las causas de lo que pasa en el Cauca.
Ignorancia que se traslada a la gente, unos con una visión racista y engreída
que se aterran porque «los indios no saben lo que es el progreso y la
democracia» o reducen todo a una «malicia indígena», y otros como escribía
Martha Ruíz Navarro que «creen que son seres de luz en comunión con la
naturaleza». Ni lo uno ni lo otro, los indígenas son parte del Estado y la
sociedad civil, con deberes y derechos ciudadanos. Aquí, se les exigen sus deberes
pero se les condena por pedir y reclamar sus derechos.  

 

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                       Manuel Quintín Lame, figura que encarnó la resistencia indígena en el país. 

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