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Más allá de si celebramos en febrero o en septiembre el día de los enamorados y de los amigos, hay una realidad que se filtra por entre la fisura de ambos conceptos. Nuestra idea de amor está íntimamente relacionada con las telenovelas que hicieron las veces de madre y de padre para más de una generación de teleadictos. La educación sentimental está inscrita en nuestro chip cultural: Verónica Castro o Thalia pasando por Fernando Gaitán y su Betty fueron hechas del mismo material: cursilerías para crear estereotipos de género y de movilidad social, en el que siempre hay un cisne.

Si en los colegios no había profesores de sentimientos, si en las familias poco se enseñó sobre el amor, si nadie nos prepara para una pena, ¿quién se ha hecho cargo de educar nuestros afectos? Desde la década de los años 80, los llamados culebrones se constituyeron en una marca, en una definición de identidad. En América Latina tuvimos un nuevo sello de denominación de origen ante el mundo: el amor. El amor desbordado, que no existe sin lágrimas o sin ir gritando por la mitad de la calle que estamos enamorados. Me refiero al espectáculo del amor.

Ramón Gómez de la Serna dijo que la cursilería es el fracaso de la elegancia. Así, Latinoamérica convirtió ese fracaso en un poderoso género audiovisual que hizo de la soledad y los cuernos un chisme nacional. Transformó la intimidad en un bien público. Inventó una industria y un mercado de proporciones inimaginables: en el 2007, según una investigación de la Universidad de la Sabana, más de dos mil millones de personas en el mundo veían telenovelas. Hoy se producen en China, Japón, Serbia, Rusia y más países.

Antonio Barrera comentaba que el melodrama televisivo fue más eficaz que la iglesia católica. Su catecismo de gritos y de llantos, de pasiones y de malentendidos, consolidó un sistema de aprendizaje muy eficiente. “¿Qué quieres ser cuando seas grande?”, le pregunta una madre a su hija adolescente. Ella le contesta impasible: “Quiero ser una señora, la señora de algún hombre”.

María la del Barrio (1995) Enseña cómo ser mujer, cómo ser amada y, además, cómo terminar siendo millonaria en cien capítulos.

Por este camino están las llamadas narconovelas, nacionales o extranjeras, como Narcos de Netflix que cuenta la historia de Pablo Escobar (Wagner Moura) y la de Steve Murphy, un agente de la DEA que hace todo para capturarlo. Una forma como los norteamericanos veían a Escobar y a Colombia.

Pero no quiero quedarme en las telenovelas. Voy más allá: el amor, para el antropólogo francés Edgar Morin (1921), está arraigado en nuestro ser corporal (más que la vida sexual) y precede a la palabra, a los poemas o vallenatos que han compuesto los enamorados o despechados. Pero el amor está al mismo tiempo en nuestro ser mental, que supone el lenguaje, y podemos decir con esto que el amor procede de la palabra. El amor precede y procede de la palabra. Es una discusión interesante, hay culturas en las que no se habla del amor, en las que no ha emergido como palabra.

¿Existe el amor?

Para Morin todo lo que viene de la boca es ya algo que habla del amor antes que todo lenguaje: la madre que besa a su hijo o el perro que lame la mano de su amo.

La Rochefoucauld (1613-1680) decía que si no hubieran existido las novelas de amor, como Madame Bovary o tragedias como Romeo y Julieta, el amor sería algo desconocido. Así pues, si trasladamos su planteamiento unos siglos después, ¿la cursilería es nuestra tragedia cotidiana? ¿Si tu amor no merece ser contado en la televisión, entonces no es amor?

Para la primera pregunta respondo que sí, y en la segunda la negación sobra. Lo importante no son las respuestas sino la capacidad de cuestionar nuestra educación afectiva y a nosotros mismos. Contar con el tiempo y la disposición para estar solos y no morir en el intento.

La asfixiante cotidianidad y la psicología de la que estamos hechos, se refleja en el miedo terrible de quedarse sin pareja. Es el dilema de Renton en Trainspotting: “Elige la vida, elige un empleo, elige una carrera, […] Tengo dinero, bebo demasiado. No consigo una chica, no me echo un polvo. Tengo una chica, demasiado agobio”.

Cuando le preguntaron a John Lennon (en 1975) cuál era la clave para mantener a flote su matrimonio con Yoko Ono, él respondió que era la comunicación: una pareja que se comunica se entiende: caminando, jugando cartas, en la cama, en los silencios, en las diferencias, en los momentos de tristeza y alegría.

El amor es actividad, movimiento, cambio. No es estacionario ni pasivo, sino activo, que da en vez de recibir. Por eso es un arte: no se da de la noche a la mañana, es un aprendizaje de largo aliento, muy diferente al de los culebrones y sus “historias basadas en la vida real”, cuya lección primordial es “quien no sufre no existe”.

El hombre de hoy vive afanado y conforme en su ansia por encajar en el molde, por ser normal. Es la dura realidad: no hay tiempo para amar, y lo que encontramos en el camino lo disfrazamos de verdad y esperanza que nos aleja de la paradoja esencial del amor: ser uno mismo, sin dejar de ser dos.

‘Betty la fea’, a pesar que rompió con el paradigma de los culebrones mexicanos, mantuvo la regla de la telenovela: siempre hay un cisne.

La televisión nos hizo creer que estar enamorado y ser feliz es lo mismo. Estar casado –sobre todo para las mujeres- es el éxtasis de esa ecuación, la plenitud a la que puede aspirar cualquier persona. No deja de ser significativo que la telenovela rosa haya invisibilizado lo diferente: los homosexuales, los negros, y durante muchas temporadas, a los pobres. Sobrevivió al paso del tiempo martillando la palabra boda y omitiendo la palabra orgasmo.

Por eso insisto en una actitud más real de las cosas, de las personas, de nosotros mismos. Si una persona ama sólo a otra y es indiferente al resto de sus semejantes, su amor no es amor, sino un egoísmo ampliado. Lo podemos comprobar cuando vemos telenovelas (“Si no me ama a mí, no amará a otra”) o revisamos las páginas judiciales de los diarios, donde es usual encontrar crímenes amparados en el abrigo jurídico de “celos, ira e intenso dolor”.

 

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Saltando de un lugar a otro encontró su pasión en escribir, y sus textos han sido publicados en revistas como Gatopardo, SoHo, Esquire, Vice, Malpensante. Bogotano, profesor en algunas universidades e investigador asociado de Los Andes y apasionado por el periodismo, acaba de escribir su primer libro con Penguin Random House, "CSI Colombia", siete crónicas de cómo las ciencias forenses decodificaron algunos de los crímenes más impactantes de la historia reciente de Colombia. ​

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