Por: Santiago Ardila Sierra
La representación ficcionada ha sido una de las herramientas más usadas y efectivas del arte político. En Colombia, donde las encrucijadas políticas se hacen más complejas, detallar nuestras historias puede ayudarnos a tomar mejores caminos.
En su ensayo Experiencia y pobreza, Walter Benjamin habla de los efectos de la Gran Guerra sobre los soldados, quienes se hicieron más pobres en experiencias comunicables. Esa pobreza reveló una mayor: experiencias privadas y sociales carentes de sentido, simuladas o solapadas. Benjamin, quien consideraba que la obra artística debía seguir una tendencia, por lo menos, política, confiaba en los artistas para enfrentar esa pobreza y, junto a ellos, al mayor mal de su época, la consolidación del fascismo en Europa.
Las palabras de Benjamin me hicieron indagar un poco sobre la mirada del arte político colombiano en el 2019 para reflexionar contra los males intrínsecos de nuestra sociedad y, a su vez, cavilar sobre esas obras. En mi búsqueda me topé con dos exposiciones que revisitan el pasado del país con motivo del bicentenario de la República y tres proyectos audiovisuales sobre la guerra colombiana en los tiempos del posconflicto. Dos visiones sobre el pasado; y tres, sobre el presente. Será ineludible que culminemos proyectándonos hacia el futuro.
Pasado
La Casa Republicana de la Biblioteca Luis Ángel Arango acoge la exposición El tigre no es como lo pintan, una colección sobre la visión de algunos artistas contemporáneos sobre los grandes símbolos nacionales, desenmascarados en cada coyuntura. Encontramos a los viejos mitos —Bolívar, Santander, el Sagrado Corazón o el gorro frigio del escudo— como entes difusos, hasta mentirosos, en medio de las virtudes que se les han atribuido.
Dentro de la sala podemos ver los esfuerzos de Colombia y América Latina por permanecer unidas, por alabar las democracias o luchar contra el tirano. Espectamos a los pueblos construir el sueño bolivariano de una América unida y libre de sus cadenas a encontrar al mismo Bolívar, fabricado de masa, ser devorado por palomas. Los imaginarios de Colombia se transforman y nos advierten que los emblemas omnipresentes se caen bajo su propio peso. La curaduría de la exposición nos insiste con agudeza que para conocer a Colombia como una República liberal, lo mejor será fijarse en sus insignias y voltearlas de cabeza.
Hasta el 31 de agosto el Museo Santa Clara presentó El púlpito como campo de batalla, un recordatorio sobre el papel de la iglesia católica en la independencia de Colombia, de sacerdotes realistas y republicanos hablando en nombre de Dios para defender o acabar con la monarquía. Recorrer el museo, de por sí sobrecargado de símbolos, para observar la historia de la naciente República nos invita a volver a los principios de la Ilustración que la idearon y cómo, muchas veces se vieron enfrentadas por los poderes de quienes hablan en nombre de Dios.
Persiste, sin embargo, la sensación de no saber el papel real del clero sobre la política. Imaginamos, eso sí, el valor simbólico que la iglesia debió haber efectuado. Y con la imaginación en marcha, lejos de los datos y fechas inconexas de la exposición, encontramos, sin sorpresa, los mismos patrones en nuestros días. Vislumbramos a Colombia enfrentada, de nuevo, entre los sueños republicanos y los deseos atávicos de la imposición de una verdad absoluta. Parece que eso no ha cambiado hasta nuestros días.
Los imaginarios presentados en las exposiciones son contradictorios. Ambas recogen a sus artistas en sus respectivos tiempos y arrojan conclusiones sobre ellos. Lo más sorprendente, quizá, es la neutralidad aparente sobre la cual se asienta la muestra del Museo Santa Clara, como si aún estuviera en discusión la potestad de la monarquía española sobre América Latina; mientras en la Casa Republicana vemos un mensaje político claro sobre las obras políticas: las leyendas crean naciones, así no correspondan con la realidad.
Presente
Más allá del debate sobre si ciertos proyectos de cine o televisión son arte o entretenimiento, desde hace varios años Colombia se convirtió en un exportador de productos audiovisuales para todo el mundo. El país lleva lustros creando imaginarios nacionales por dentro y fuera del país a través de las cámaras de video. Series como El patrón del mal, Distrito Salvaje o Narcos han excavado en el imaginario de lo violento y corrupto, aunque sin hacer muchos reparos en él, más bien lo han exotizado y convertido en un activo de gran valor. Caso contrario a otras obras de ficción, pero sobre todo, de documentales que revisitan vidas recientes para hacer un insistente llamado a la paz, en los cuales la Memoria no es algo para ganar dinero ni una sumatoria de situaciones sin la capacidad de afectarnos; algunos ejemplos, El Testigo, Ciro y yo o La mujer de los siete nombres.
Quisiera detenerme en dos películas y una serie que tratan de resignificar la guerra, y cuyo lanzamiento se acaba de dar. Está Monos, de Alejandro Landes, candidata a los premios Óscar, como un producto digerible, cuasi ameno, pero cargado de simbolismo y escenas macabras; vemos Frontera Verde, de Ciro Guerra y Laura Mora (Matar a Jesús), que, a pesar de tener una estética predecible y de responder a las necesidades narrativas de Netflix, da cabida a la voz, el lenguaje, los miedos y amenazas contra los pueblos indígenas en la Amazonía; y están Los Silencios, de Beatriz Seigner, un degradé entre Colombia y Brasil alejado, hasta cierto punto, del estándar narrativo y estético para darle a la guerra un rostro de mujer.
Monos es un relato de la guerra desde la imaginación, desde la exageración y la inventiva pura, en donde no importa si corresponde o no a la realidad, mas cataliza el dolor de quienes la han vivido. Clarifica y da una mirada menos solemne, y por lo tanto más incómoda para algunos, frente a los niños en el campo de batalla, y frente a la guerra en general.
Frontera Verde ahonda más en la fantasía, sin embargo contextualiza más al público y desenvuelve personajes complejos, como solo una serie puede permitir. Sin embargo, presenta salidas convenientes a los conflictos y, a pesar de haber incluido otras identidades, sentimos un profundo desvío del tema central, para perdernos en un forzado drama policiaco.
Los Silencios responde a una tradición más consolidada y responsable de trabajar con las víctimas del conflicto, permitirles realizar sus propias historias. Sin duda, esta es la más política de las obras, pues su motivo y consecuencia son los actores de la guerra. Su desarrollo es simple y su mensaje no tiene pretensiones; abarca la complejidad de la guerra desde la simpleza y construye una voz para los que ya la perdieron. Quizá su estructura pueda ser parca, e incluso manipuladora, pero se carga aún más de sentido ahora, en su estreno.
Futuro
El panorama no es nada alentador, vivimos en un país que de nuevo se anuncia en guerra, incapaz de dar a los muertos su debido descanso, indiferente frente a quienes buscan la libertad, y totalmente invasivo ante las vidas de quienes habitan viejos territorios y diversas identidades. Intenta gestarse una nueva crisis tras la creación de una disidencia por parte de Iván Márquez y otros exmandos guerrilleros; como sociedad, aún estamos digiriendo sus declaraciones, así como las del Estado.
No existe una respuesta rápida para este tipo de cosas. Muchas veces es en la profundidad del arte, de sus búsquedas de la identidad nacional, de los muertos en el campo y en las selvas, que hallamos una suerte de camino para exigir los cambios necesarios para evitar calcinarnos en los errores del pasado.
Vuelvo al ensayo de Benjamin, quien consideraba que la pobreza en la cual se encontraba la sociedad europea de su tiempo solo daba cabida a la barbarie. Llegar a este punto, no obstante, le permite al bárbaro comenzar de cero, despejar la mesa para comenzar su obra. Benjamin, quien se hace vigente cada vez que la modernidad se atraviesa para degollarnos, nos advierte que con la pobreza de experiencias otro tipo de barbarie se fortalece:
La crisis económica está a las puertas y, tras ella, como una sombra, la guerra inminente. Aguantar es hoy cosa de unos pocos poderosos que Dios sabe que no son más humanos que la mayoría; en gran parte de los casos son más bárbaros, pero no en el buen sentido. Los demás, en cambio, tienen que arreglárselas partiendo de cero y con muy poco. […] Y, lo que es más importante, lo hacen riéndose”.
Solo queda a los primeros bárbaros hallar caminos para afrontar esa pobreza.
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