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En la obra de teatro de Ionesco La Cantante Calva los personajes están cerca los unos de los otros sobre el escenario, pero no consiguen comunicarse. Un personaje habla y el otro no lo escucha. Dos personajes se refieren a dos personas distintas, pero creen estar hablando de la misma. La confusión aumenta a medida que avanza la obra. Al final y a oscuras “todos juntos al colmo del furor se gritan los unos a los oídos de los otros” indicaciones imposibles de seguir: “¡por allá, por aquí, por allá, por aquí!”. Los debates en torno a la cancelación se sienten a veces como este diálogo de sordos.

Hemos vuelto a hablar de cancelación tras las nuevas denuncias de acoso y violación hechas contra Víctor de Currea Lugo, quien finalmente desistió de su nombramiento como embajador ante los Emiratos Árabes. De Currea dijo en una entrevista que era la víctima de una cacería de brujas. Fabián Sanabria, otro profesor acusado de acoso y abuso sexual a sus estudiantes, trinó en medio del revuelo que “urge un debate contra la cancelación”. De Currea y Sanabria se autodenominan víctimas de cancelación, ¿pero lo son? Al final, ¿de qué hablamos cuando hablamos de cancelación? La ausencia de un vocabulario compartido entorpece estos debates, agotándolos antes de empezar. Después de una breve propuesta para aclarar las diferencias entre escrache y cancelación, propongo continuar el debate sobre la cancelación pensando en su eficacia estratégica para el cambio social.

 

El escrache

De Currea y Sanabria fueron ‘escrachados’. El término, usado inicialmente para describir las manifestaciones públicas frente a las casas de miembros de las juntas militares de las dictaduras del Cono Sur, ha sido apropiado por los colectivos feministas. Consiste ahora en exponer en redes sociales casos de violencia basada en género (como denuncias de acoso, maltrato o violación). Quienes participan en las prácticas de escrache se han justificado en las dificultades de acceso, la lentitud, la posible revictimización y los altos niveles de impunidad de la justicia formal y los procesos administrativos. Es una forma de buscar justicia por fuera de las instituciones judiciales. A diferencia del linchamiento y de otras formas de justicia por mano propia, el escrache no busca dañar físicamente o causar la muerte de la persona escrachada, sino denunciar a un posible agresor, crear una sanción social, reclamar que asuma su responsabilidad, advertir a otras posibles víctimas y exigir, en ocasiones, su investigación y sanción formal. Es la denuncia de un posible acto violento o discriminatorio, como el acoso, en algunos casos sistemático y con evidencias.

En una sentencia de tutela sobre el escrache digital, la Corte Constitucional lo reconoció como “un ejercicio legítimo de la libertad de expresión que goza de protección constitucional reforzada”. Las víctimas son, al final, las llamadas a decidir si, dónde y cómo compartir sus historias. Como mencionan Andrade y Vega, esta decisión da cuenta de una tensión entre dos derechos. Por un lado, están los derechos de las víctimas y los derechos de los ciudadanos a la información. Por otra, están los derechos del presunto victimario al buen nombre, a la honra y a la presunción de inocencia. Así el escrache sea legítimo, esa tensión no se resuelve, ni uno de los dos derechos se anula. La Corte, por lo tanto, llama a tener responsabilidad en las denuncias que se hacen en las redes sociales para evitar el cyberbullying, el hostigamiento y el acoso de los presuntos victimarios. En una entrevista reciente, Vivian Newman Pont refuerza ese llamado e insiste en que los casos no se queden, en lo posible, solo en las redes sociales sino que sean llevados ante las instituciones para evitar algunos de los riesgos previsibles de la justicia privada como la desproporción, la imprevisibilidad y la violencia.

 

La cancelación

Una cosa distinta es cancelar a una persona por sus ideas. Esto se parece más a la cancelación cultural de la que habla Sanabria en su video. Ni de Currea ni Sanabria han sido víctimas de este tipo de censura, pues ambos fueron acusados de abuso y acoso. En el caso de la cancelación, la persona es “cancelada” por discursos polémicos, ofensivos o posiblemente discriminatorios. Cancelar no es solo denunciar a una persona, sino promover y participar en un boicot en su contra para excluirla de un grupo al que pertenece. Implica también, normalmente, cerrar o limitar sistemáticamente sus posibilidades de expresar y compartir sus ideas (aunque esto no siempre resulte en una censura total). Un ejemplo clásico es retirar la invitación o impedir el ingreso a una universidad de un orador con posiciones polémicas.

Definir qué es la cancelación y establecer sus límites es un desafío. Bajo este rótulo hemos reunido prácticas distintas y el término, además, ha sido usado como herramienta política. En todo caso, esta primera aproximación sirve para diferenciar, así sea artificialmente, estas prácticas del escrache: en el escrache se denuncian actos de violencia de género y en la cancelación se buscan prohibir discursos cuestionables (las fronteras son porosas: un escrache puede llevar y buscar una cancelación, por ejemplo).

Uno, entonces, se refiere a un acto (el escrache) y otro, a un discurso (la cancelación). Se puede pensar que un discurso discriminatorio es ya, en sí, un acto de discriminación; y lo es, de alguna manera. Pero la mayoría estaríamos de acuerdo en que no es del mismo tipo que un golpe o un asesinato; por lo menos, estaríamos dispuestos a reconocer que corresponden a una escala distinta de discriminación. Esta frontera se puede cuestionar y criticar, pensando, por ejemplo en cuál es la relación entre un discurso discriminatorio y un acto de violencia directa; si puede el discurso mismo causar daño; y cuáles son los criterios para identificar un discurso de odio y diferenciarlo de un discurso odioso y polémico).

Los discursos también pueden evaluarse en una escala de gravedad: desde aquellos que son molestos y odiosos (una broma de mal gusto, por ejemplo) hasta los que son indiscutiblemente de odio e incitan a la violencia y al daño (un discurso político antisemita que llame a cometer un genocidio). Estos últimos no son protegidos por la libertad de expresión y, por lo tanto, pueden prohibirse sin mayores discusiones. Ni la libertad de expresión ni la tolerancia son valores absolutos y parte del debate sobre la cancelación gira en torno a cuáles deben ser sus límites. En específico, alrededor de qué tan amplia debe ser la definición de discurso de odio: ¿debería también cobijar a las expresiones discriminatorias que no incitan a la violencia, incluso si son torpezas, chistes, creaciones artísticas? Algunas de estas cuestiones serán tratadas en un próximo libro de Dejusticia sobre redes sociales y calidad del debate democrático.

 

Otro debate sobre la cancelación

Hay muchos debates pendientes en torno a la cancelación, más fáciles de dar una vez que lleguemos a acuerdos sobre las palabras que usamos para describir el fenómeno. Uno que parece especialmente fructífero es pensar en su eficacia o ineficacia para producir cambio social. Ya han hablado de ello la profesora feminista Loretta Ross, en Estados Unidos, y Matilda González Gil y Ana Bejarano en su conversación después de un suceso de cancelación en Colombia, entre otras.

Loretta Ross propone una solución parcial para tramitar algunas discusiones cotidianas. Esta no es la respuesta a los discursos de odio que incitan a la violencia, menos aún cuando estos son promovidos por grupos y gobiernos, sino a los discursos que quedan en la zona gris -aquellos que son discriminatorios para algunos y polémicos para otros-. Dice Ross que, cuando alguien expresa una opinión polémica o posiblemente discriminatoria, hay dos opciones. Una es denunciarlo rápida y

públicamente (call out), lo cual puede resultar en la cancelación, la expulsión y el ostracismo. La otra es interpelarlo en privado (call in) e intentar interpretar su opinión, incluso si es contraria y se considera equivocada, con caridad y contexto. Esta última opción, más afín a la conversación y la persuasión, es para Ross el mejor camino si se busca crear una cultura de la compasión. Miembros de grupos vulnerables han respondido a esta propuesta diciendo que no debe recaer en ellos, además, la obligación de responder compasivamente a quienes expresan posturas discriminatorias. Esa exigencia es injusta y agotadora, pero quizás sea también, en ocasiones, más efectiva para la lucha.

De acuerdo a algunos comentaristas, prohibir discursos polémicos no solo no consigue erradicarlos del todo, sino que desplaza a quienes tienen estas ideas a los márgenes de la discusión pública, alienándolos del resto de la sociedad, usualmente más moderada. Siguiendo una rama de la tradición liberal, la mejor manera de contrarrestarlos sería contraargumentar en un debate abierto y justo. El debate y la conversación tienen, al menos, otras tres virtudes. En primer lugar, ayudan a evitar la presunción de infalibilidad, esto es, creer que el propio punto de vista es correcto y no debe ser objeto de discusión, en parte porque es validado irrevocablemente por quienes lo rodean. En segundo lugar, ejercitan la capacidad de confrontar ideas contrarias, tamizarlas y formar opiniones propias, conocimientos y verdades colectivas. Finalmente, defender la posibilidad de expresar ideas minoritarias, polémicas, ofensivas y cuestionables es también defender los principios de la tolerancia y la libertad de expresión. Debilitar las defensas que hemos construido en torno a ellos nos deja expuestos y vulnerables. Los límites de lo inaceptable pueden, al fin y al cabo, ampliarse o cambiar radicalmente en el futuro y si cancelamos todo lo molesto, ¿qué nos queda para evitar la censura y la exclusión?

En definitiva, sí urge un debate sobre la cancelación, como decía Sanabria, pero uno que parta de algunas claridades conceptuales (un escrache como el experimentado por los profesores no es siempre lo mismo que una cancelación, por ejemplo). Esta entrada de blog no es sino una invitación a escapar del diálogo de sordos y de las defensas y ataques individuales y a considerar, más bien, la eficacia, las posibilidades y las falencias de estas estrategias para el fortalecimiento de la democracia y de los derechos humanos. Es, sobre todo, una provocación y un convite para seguir pensando.

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