Por: Juan David Escobar Cubides
La academia en Colombia y en el mundo es uno de los baluartes más sagrados de la vida humana. A través de esta los habitantes de cada Estado cuentan con la posibilidad de adquirir nuevos conocimientos, investigar y conocer a fondo la ciencia, y, de esta manera mejorar ostensiblemente su condición social.
En Colombia aquel que goza de la posibilidad de acceder a un programa educativo para formarse es, actualmente, un privilegiado, pues bien conocemos el esfuerzo económico y personal que debe realizar un estudiante y sus familiares para financiar los costos de un programa universitario. Encontrándonos con ello que, la educación más que un derecho, se convierte en un limitado privilegio al que únicamente algunos afortunados pueden acceder. Claro está, si nos referimos a la educación con calidad, puesto que existen programas de pésimo servicio ofertados de manera gratuita a personas de escasos recursos para maquillar la triste realidad.
Pero, el problema de fondo surge cuando los jóvenes o adultos que ingresan a la universidad con total entusiasmo- bien sea pública o privada- esperan en sus claustros encontrar magníficos docentes que, a diferencia del colegio, gozan de mayor tecnicismo, experiencia y cultura para enseñar un área determinada del conocimiento, sin embargo, dicha ilusión se desvanece cuando en el sagrado ejercicio de la ‘libertad de cátedra’, algunos ‘formadores’ utilizan su posición de superioridad para incentivar el odio, la perversión y la segregación propia de las posturas ideológicas (izquierda- derecha).
Tristemente, es común observar a una serie de ‘maestros’ universitarios haciendo uso de sus ‘cátedras’ para despotricar y denigrar de determinados dirigentes, como si a los estudiantes les interesara dicha situación o como si les pagaren para ello. Reemplazan su verdadera labor educativa por cumplir con agendas políticas donde la prioridad debería consistir en desarrollar un debate constructivo, deliberativo y sano antes que incubar en sus alumnos un resentimiento social infundado. Ignoran algunos ‘académicos’ que la academia es sagrada y que, de aquella florece el futuro de la patria, puesto que desde las aulas universitarias se construye el porvenir de la democracia. Por ello, no es admisible bajo ningún punto de vista que haya quienes pretendan hacer de dicho espacio una jauría de malévolos en la que no se construye, sino que se destruye. ¡La docencia está para construir país, no para destruir ni para estimular rencores enfermizos!
No obstante, resulta acertado ejercer la libertad de cátedra, no podemos hacer uso de esta para ir a hablar mal de un dirigente político, ni de un Gobierno determinado, pues para ello están las cafeterías o las tertulias organizadas. Ningún padre de familia ni los estudiantes efectúan un esfuerzo semejante de asumir el costo de una matricula universitaria, para que un docente irresponsable utilice su curso de filosofía o de economía con el fin de convocar marchas en contra del presidente electo o de un partido político determinado. Aquel que lo haga está irresponsablemente importunando su labor pedagógica y ello no lo podemos tolerar. Es menester exigir con vehemencia, cero odio en la academia.
¡Ojalá el mensaje lo acatara un docente de alguna universidad antioqueña que dedicó su clase a denigrar por cuestiones políticas y a convocar dizque marchas!
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