La política en nombre de Dios es la moda, porque ahí está el poder popular: la convicción y la buena fe de las personas. Lo peor es que quienes la usan en campaña, sea Petro, Uribe o el señor Alejandro Gaviria (que en estos días se volvió defensor de la fe), solo ven esto como un instrumento utilitarista para luego desechar e ir contra los principios básicos del cristianismo, como la defensa de la vida desde el inicio hasta el final.
Para entender esta sucia estrategia política, hay que entender la historia. En una época, en todo el Imperio Romano había una sola persona digna de poseer el título de ‘señor’: el César, el emperador. Por lo mismo, todo el imperio debía confesar: “El César es el Señor”, y era tal la fuerza que se quiso imprimir a esta declaración, que durante cierto tiempo era saludo obligado del imperio, creando una campaña política inigualable: cuando un ciudadano romano se encontraba con otro, le saludaba levantando una mano diciendo: “El César es el Señor”; el otro a su vez respondía: “El César es el Señor”. Una propaganda continua infundida en la mente de las masas.
A veces ocurría un encuentro con alguien que en lugar de responder “El César es el Señor”, decía: “Jesucristo es el Señor”, lo que generaba la furia de los fieles del emperador y, sin duda alguna, imploraban la cárcel o la muerte para aquellos que se atrevían a irrespetar la imagen de su señor.
Por su parte, los primeros cristianos eran hombres que preferían confesar que Cristo era el Señor, y morir si fuera necesario antes de seguir con vida negándole. Unos “locos” en el primer siglo habían contrarrestado una campaña política de tal magnitud, sustituyendo al César por un carpintero llamado Jesús. Tal fue el impacto que miles de cristianos empezaron con esta campaña a favor de su maestro y, por mucho tiempo, a los seguidores de Cristo los crucificaban por retar al César. Pero eso no los detuvo, logrando un poder más allá del imperio.
Con los años, el Imperio Romano terminó adoptando el cristianismo. En pocas palabras, «si no puedes con tu enemigo, únete a él». Sin embargo, no les interesaba la fe, el amor, la devoción, sino el poder que emanaba de los seguidores de aquel que murió en la cruz. Un poder que movía las masas, al punto de formar personas que no le importaba ser perseguida y asesinada en nombre de esta fe.
La estrategia de los hombres para acceder al beneplácito de estos fieles fue la guerra de los 30 años. El cómo se usó la fe para avanzar geopolíticamente se perpetuó en la historia a través de las cruzadas y todas las guerras en nombre de Dios para obtener poder político y territorial. El malo del paseo terminó siendo el cristianismo, cuando eran los hombres quienes lo usaban para su expansión geopolítica.
Hoy en Colombia está pasando algo similar, solo que no en forma de guerra, sino en forma de democracia. En las últimas semanas, como cada 4 años, el cristianismo volvió a la agenda pública luego de que una encuesta dijera que la gente no votaría por un ateo. Por arte de magia todos los candidatos fueron a buscar militantes cristianos para meterlos en sus filas o hablar de libertad de culto, cuando esa nunca ha sido su agenda.
El motivo es que saben que los cristianos son mayoría para estas elecciones y los necesitan para el voto, para luego, como ha pasado con Uribe, Santos y otros, desecharlos después de haber manoseado el nombre de Dios y haber visitado catedrales.
No está mal que un cristiano participe en política y que defienda su fe y sus creencias desde ahí, lo que está mal es usar el nombre de Dios para luego desecharlo.
El cristianismo ha transformado, ha llevado amor, restauración y esperanza a un mundo quebrantado, pero existen aquellos que sacan créditos y venden sus principios a como dé lugar para hacerse señores y dejar mal el nombre del evangelio. Necesitamos cristianizar la política, no politizar el cristianismo.
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